Una familia errante, con los pies en la tierra y ganas de mundo
Vivía en una buena casa de San Isidro, surfeó las mejores olas del Caribe, fue guía de turistas a caballo en las montañas de Nueva Zelanda, esquió en los Alpes, recorrió Europa trabajando para un multimillonario belga, se deslumbró en un viaje por la India. Pero el elixir que calmaría su sed de aventuras iba a ser, mucho después, un colectivo de los años 70. Un vetusto Mercedes Benz que es su casa y con el que ella, su marido norteamericano y sus dos hijos se largaron a las rutas para recorrer Estados Unidos, Canadá y México. Y todavía acunan su sueño mayor: cruzar el continente hasta la Patagonia.
“No somos hippies”, aclara Sofía Aldinio, argentina, 38 años, en una videollamada desde Joshua Tree, en California. “Nos gusta viajar, conocer, vivir experiencias. Y a mí, sacar fotos. Trabajamos muchísimo. No tenemos collares, nos bañamos...”, se ríe.
Todo empezó el verano en que se fue con amigas a Costa Rica, ya recibida en Administración de Empresas en la Universidad Di Tella. Al cabo de tres semanas, sus amigas volvieron; ella se quedó. “Lo decidí un día parada frente al mar. Esa sensación de libertad, el mundo…”. Tenía 23 años. El germen le había aparecido poco antes, cuando dejó de trabajar en Buenos Aires para Disney porque no soportaba estar metida en una oficina.
Con apenas unos dólares y un bolso se fue a Playa del Carmen. Trabajaba en un restaurante, surfeaba, se divertía. Y seguía viajando. “Anduve por todo Centroamérica de mochilera. Estuve como dos años afuera”. Sus padres no salían del asombro. “Les debe haber parecido rarísimo, obvio. Pero siempre me respetaron y apoyaron”.
Ya de vuelta en Buenos Aires, se anotó para una visa de trabajo en Nueva Zelanda. Y allí fue. Otra vez empleos de ocasión, olas, fotos, nuevos amigos; entre ellos, el norteamericano Colin Boyd (hoy, 34 años), graduado en filosofía y marketing y, como ella, amante de la vida al aire libre, los viajes y los deportes extremos: competía en snowboard fuera de pista en una selecta liga mundial.
Sin ser muy ducha con los caballos, Sofía se convirtió en guía de cabalgatas por las montañas. Al poco tiempo ya era una experta. “Mi amor era esa conexión con el afuera, con la naturaleza”. Conoció a un riquísimo empresario minero belga que además producía aceite de oliva y tenía un restaurante. Trabajó para él en la administración y haciendo fotos, y se la pasó viajando por Europa. Después recorrió India durante tres meses, mientras su amigo, su más que amigo Colin, le cuidaba en Wanaka a Lola, la perra kiwi que ella había adoptado.
Al volver, la chica de espíritu indómito y el filósofo, marketinero y devorador de nieves decidieron seguir sus correrías juntos. Tras siete años en Nueva Zelanda, se fueron a vivir a Maine, nordeste de Estados Unidos, pegado a Canadá; de allí eran él y su familia.
La familia se agranda: nace Alfonso
Un buen día, Sofía tuvo una noticia que la sorprendió totalmente: estaba embarazada. Se casaron y fueron a vivir a un departamento en Portland, donde ella hizo un curso de fotografía documental. Colin trabajaba en una agencia de marketing y siguió compitiendo por el mundo con su tabla de snowboard. Cuando estaba por nacer Alfonso, su primer hijo, se tomó un avión desde Europa y llegó dos horas antes del parto.
¿La familia, ahora ampliada, había decidido asentarse? No. En realidad, todo estaba por cambiar. “Llevábamos tres años de vida sedentaria, cada uno trabajando en lo suyo, y me agarró otra vez esa sensación de oficina. Era una vida no tan elegida. Lo convencí a Colin de que compráramos una VAN, un motorhome, y nos fuéramos a viajar”. Encontraron un viejo Mercedes Benz 508D rojo que había servido a un cuartel de bomberos en Alemania. “La vi y era como un colectivo argentino: ¡me encantó!”. El problema fue que costaba 30.000 dólares y no los tenían. Lo resolvieron alquilando su departamento. ¿Dónde iban a vivir? En el Mercedes.
Cuando lo compraron, apenas contaba con un aislamiento, un colchón y un teléfono. “Tuvimos que equiparlo nosotros. En ese momento la idea era ir desde Maine hasta la Patagonia, pero mientras tanto estábamos en un camping. ¡Nada glamoroso!”, se ríe. Para probarlo, y para probarse ellos en el estilo de vida overlanding (viajes en motorhome a lugares remotos, costumbre muy popularizada en Estados Unidos), se fueron un mes a recorrer Nueva Escocia, en Canadá.
Sofía quedó embarazada de su segundo hijo, Camilo, lo cual no alteró los planes. “Siempre nos planteamos que nuestros proyectos no iban a cambiar por tener un hijo, y tampoco con dos. Cuando Alfonso tenía un año hicimos una caminata de cinco días. Vivir con ellos en la VAN nos pareció algo normal. Queríamos que hicieran todo con nosotros”.
Al volver de Nueva Escocia siguieron preparando el motorhome, al que le pusieron cocina, baño, camas y una ducha externa. Todo hecho por ellos. Allí vivió, desde su nacimiento, Camilo. “Mamá dice que yo soy muy relajada, y es cierto. Me gusta lo natural. No es que me siento mal y corro a ver a un médico”.
Decidieron aplazar el demasiado exigente descenso hasta la Patagonia, pero no sus proyectos de overlanding. Colin pasó a un régimen de part time remoto en la agencia de marketing y Sofía podría seguir haciendo fotos para marcas; vendieron el proyecto de ir retratando la nueva vida de los cuatro –de los cinco: la perra Lola es parte inseparable del clan– a bordo de colectivo-VAN. Lo harían con sus cámaras, pero después también en un podcast (Rewilding parenthood) en el que entrevistan a familias que eligieron el mismo estilo de vida que ellos. Suben esos contenidos a su cuenta de Instagram, Afueravida. El esponsoreo formó parte desde el principio de la sustentabilidad de la aventura.
El primer destino lo eligieron por una cuestión climática. “Era enero y en Maine hacían 20 grados bajo cero. Dijimos, ‘vayamos a Florida, vayamos al calor’”. El 9 emprendieron el viaje. Alfonso tenía cuatro años; Camilo, 1. Pararon unos días en Rockaway, una playa cercana a Nueva York, para surfear con amigos. “El plan era el no plan”, se ríe. “Además, cuando bajábamos hacia Florida se nos rompió la VAN. En la ruta las cosas pueden cambiar de un momento a otro. Y ojo, que no todo es aventura. Hay muchos días en que la rutina es trabajar, cocinar, lavar…”.
Admite que en un momento ese estado de improvisación y mudanzas permanentes los caotizó. “Decidimos estar más tiempo en cada lugar. Nos fuimos a Vancouver Island [desde Maine, más de 4000 kilómetros.], en la costa del Pacífico canadiense, y nos quedamos un mes y medio. Hicimos videos y una travesía en bicicleta para las marcas que nos esponsoreaban”.
A ese periplo le siguieron muchos otros por todo Estados Unidos; atravesaron mares, lagos, ríos, cataratas, estepas, cadenas montañosas, glaciares, siempre con su batería deportiva: tablas de surf, snowboards para Colin y Alfonso, esquíes para Sofía y Camilo, dos gomones, carpas, bicicletas, equipos de snorkel y de trekking, cañas de pescar. Y, por supuesto, las cámaras de foto. Poco después incorporarían a su principal cliente: Patagonia, la famosa firma norteamericana especializada en ropa para el aire libre.
Llevaban un año de familia errante cuando por primera vez sintieron cansancio. “Trabajábamos todo el día: la comida (amo cocinar y hago de todo), la limpieza, los chicos, Colin con lo suyo, yo con lo mío. Yo estaba haciendo foto documental, para retratar distintas realidades, culturas... Eso toma tiempo. La vida nos estaba llevando a nosotros y no nosotros a la vida. Teníamos que hacer un giro. Entonces decidimos comprar una cabaña acá, en Joshua Tree, para tenerla como base”.
Joshua Tree está en el desierto de Mojave, en California, cerca de un parque nacional, a dos horas en auto de Los Ángeles y a tres de Las Vegas. Cuando fueron a ver la cabaña encontraron un predio de cinco hectáreas arenosas, árboles de pistacho y un rancho desvencijado que ni siquiera tenía baño. “Vi eso, me imaginé a los chicos corriendo por ahí y, no sé, fue medio visión, medio intuición. Colin dudaba porque era un lugar desconocido para nosotros. Nos tiramos a la pileta… Y resultó. ¡Es un sueño! Con la pandemia, mucha gente salió de las ciudades. Todo esto se valorizó muchísimo. Se volvió re cool”.
Pagaron 70.000 dólares por la nueva casa. Otra vez, el matrimonio “multicultural”, como se definen, puso manos a la obra: arreglar, pintar, hacerle un baño y un quincho. El viejo rancho devino en cabaña súper cozy, de un solo ambiente de 26 m2, con una cama. “Anoche, yo dormí en la VAN con los chicos, y Colin, en la cabaña”, dice, muerta de risa.
Nada parece ser permanente en la vida de esta familia. Aunque felices con su nuevo hogar, al que le pusieron Afueravidacasita, apenas terminada la refacción lo alquilaron por Airbnb y emprendieron su próxima travesía: navegar en los botes de goma varios trayectos del Río Verde, en Arizona. A fines del año pasado, el Mercedes los llevó hasta México, donde estuvieron cuatro meses. “Aprovechamos que la cabaña está siempre alquilada. En un año debemos haber estado acá no más de un mes”.
Nada es permanente: de vuelta ahora en su paraíso de Joshua Tree, empezaron a plantearse si no había llegado el momento de asentarse, de tener una casa más grande a la que pudieran volver. “Quizás, ampliar Afueravidacasita, aunque cuando vengo me siento un poco inquilina, como que no es mi casa porque está puesta para alquilar. Necesitamos más espacio. Los dos estamos trabajando mucho. Colin hace coaching personal y organiza unos retiros para gente que quiere vivir nuevas experiencias, y yo sigo a full con la producción de storytellings basadas en fotos. Estoy en conversaciones con National Geographic y con ProPublica”.
Pero inmediatamente después de decir eso, aclara: “Tenemos que restaurar la VAN porque en junio queremos volver a México, donde espero que Colin y los chicos aprendan bien el español. Y sigue pendiente el plan de ir a la Argentina, Chile, Perú… No me imagino sin la VAN: ya es una parte de nosotros”.
Sofía dice que extraña el país y que sigue las noticias por internet y por los chats. “A veces prefiero desenchufarme porque me quema la cabeza. Pero amo mi país, estoy orgullosa de ser argentina y cada dos años vuelvo”.
¿Tienen amigos los chicos? ¿Y ellos? Muchos y por todos lados, contesta. La comunidad de los overlanders es cada vez más grande, y no solo comparten un estilo de vida, sino valores. “Apenas llegamos a un lugar los chicos enseguida se hacen amigos. Lo mismo nosotros. Llevamos una vida sin televisión, metidos en la naturaleza, pero también con amigos. Una vida plena y muy saludable. De hecho, jamás nos enfermamos. Alfonso una sola vez se agarró conjuntivitis. ¿Dónde? En una ciudad. Lo contagiaron otros chicos”.
Aparece Colin y se sorprende: “¿Seguís hablando?”. Para estar más aislada, se había subido al Mercedes, que nunca descansa. Tampoco ellos, felices trotamundos, aventureros sin fin.