Nadie sale ileso de un choque cultural
Vamos a hacer un ejercicio de empatía con los habitantes de Vanuatu. Vanuatu es un país compuesto por un archipiélago de islas en Oceanía, a poco menos de 3.000 kilómetros al sureste de Papúa Nueva Guinea, es un pegotito de pimienta blanca colocado como al azar en el iracundo océano Pacífico. Para empezar el ejercicio tendremos que desnudarnos casi completamente en el salón de nuestra casa, hasta quedarnos en ropa interior, luego pondremos a tope la calefacción y conectaremos un humificador. Cuando nuestra piel esté intensamente brillante por el sudor, arrancaremos de nuestra mente los últimos diez mil años de evolución humana (supongo que esta última parte será la más sencilla para algunos) y no sabremos nada sobre tecnologías, fútbol u obras de arte del Renacimiento. El preciado espacio útil de nuestro cerebro lo rellenaremos con imágenes de espuma de olas furiosas, monzones, árboles tropicales, instinto, leyendas de los ancestros y pececillos enganchándose en nuestras redes.
Así podremos imaginar, más o menos, aunque tirando a menos, cómo se movía un local vanuatuense en el día a día cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y vio aparecer por primera vez los aviones estadounidenses. Escuchó el estruendo del motor ocupando todo el cielo conocido, casi hasta deshacer las nubes, todas las hojas de palmera se retorcían histéricas cuando pasaban por encima. Póngase sus ojos cuando vio el estómago de ese nuevo dios de hierro abriéndose y vomitando todo tipo de brillantes artefactos que recogían con total naturalidad los hombres blancos. Alguno no lo creerá pero el shock que sufrieron los vanuatenses ante esta imagen fue tal, que desde entonces podríamos encontrar en sus islas una serie de cultos y religiones que todavía adoran a los aviones como si fueran dioses, a los Estados Unidos o incluso al mismísimo Duque de Edimburgo.
Nosotros no podemos comprenderlo del todo, claro está. Imagino que un shock de este estilo puede ser similar al que viviríamos en Occidente si recibiésemos una visita extraterrestre: las religiones más sólidas se derrumbarían, los sistemas políticos y sociales sufrirían un terremoto capaz de cambiarlos absolutamente, si no de destruirlos, también estoy seguro de que muchos se suicidarían y que nacerían nuevas sectas escalofriantes, probablemente viviríamos un caos espantoso. Es importante que entendamos esto, como europeos y como viajeros, antes de mojarnos con la lluvia en Vanuatu.
Los karamajong...
Quiso explicárnoslo el padre Albert a través de la pluma mágica de Ryszard Kapuściński. Cito un fragmento de su libro Ébano según la edición de Anagrama:
“Los karamajong se dedican a criar vacas y se alimentan, fundamentalmente, de su leche. […] Creen que Dios les ha confiado todas las vacas del mundo y que su misión histórica consiste en recuperarlas. Con este fin no paran de organizar expediciones armadas contra los pueblos vecinos. Las invasiones en cuestión (en inglés, cattle-raiding) constituyen una mezcla de incursión de saqueo, misión patriótica y deber religioso […].
El padre Albert cuenta cómo se lleva a cabo una de estas incursiones. Los karamajong caminan en fila india, a paso firme y en perfecta formación. Avanzan por unos senderos de guerra que conocen muy bien. Cada destacamento se compone de doscientos o trescientos hombres. Cantan o lanzan gritos rítmicos y sonoros. Su servicio de espionaje ha averiguado previamente dónde pacen manadas de vacas que pertenecen a otro pueblo. El objetivo consiste en secuestrarlas. Cuando llegan hasta el lugar, se produce la batalla. […].
—La cosa —dice el religioso— está en que, en tiempos, esas columnas iban armadas con lanzas y arcos. Cuando se producía un combate, en él no morían más que unas pocas personas; el resto se rendía o se escapaba. Pero hoy... Hoy siguen siendo las mismas columnas, pero armadas hasta los dientes, y con fusiles automáticos. Inmediatamente abren fuego, masacran a la población del lugar, destruyen con granadas sus aldeas y siembran la muerte. Los conflictos tribales tradicionales siguen vivos, los mismos desde hace siglos, pero hoy causan un número de muertos incomparablemente más alto”.
Muchos piensan que sería injusto que exijamos a los karamajong que asimilen en sesenta años lo que los europeos hemos asimilado en cerca de cuatro milenios. Piénselo el lector: primero vino el arcabuz de mecha, a continuación salimos con el arcabuz de rueda, luego llegó el turno de las carabinas y de los mosquetes y así sucesivamente hasta rozar la gloria apretando el gatillo letal de la ametralladora. Este proceso requirió de quinientos años de práctica y de costumbre e incluso así, habiendo gozado de este amplio recorrido, en la primera guerra donde se generalizó la ametralladora nos cargamos a 20 millones de personas.
Creo todos estamos de acuerdo en que, a la hora de ser buenos viajeros, no es suficiente con sacar las mejores fotos y saber un inglés impecable y devorarnos las guías de viajes hasta conocernos al dedillo la geografía del lugar. Hace falta hacer un ejercicio intenso de empatía con este tipo de situaciones. Hay quien dice que para hacerlo necesitamos comprender que aquí no se trata de qué cultura es más o menos desarrollada, quién es mejor o peor, no tiene sentido fingir que un médico es más valioso que un agricultor porque ambas profesiones nos mantienen vivos. Empatizar no es sinónimo de sentir lástima. Además, ¿lástima por qué? ¿No hay más depresiones diagnosticadas en España que en Senegal?
¿Peyote o hamburguesas?
Pero primero convenzámonos de la idea de que el mundo lo conforman un entramado de culturas que son hijas de su padre y de su madre, a cada cual más excitante y enrevesada, y que en ocasiones, cuando las culturas se encuentran (si el pájaro de hierro aparece en el cielo, al cruzamos con una mujer vestida con el hiyab), ocurren temblores como aquel que hablábamos de los alienígenas, terremotos sociales que pueden acabar con todo. Fíjese que los tarahumaras mejicanos sufren actualmente un grave problema alimenticio (y de alcoholemia, aunque eso ya pasa en muchos sitios) por una adicción cada vez más generalizada al glutamato monosódico que contiene la comida basura, que en las montañas de Sierra Madre el gobierno no subvenciona grupos de apoyo para obesos, tampoco hay nutricionistas ni campañas de concienciación alimenticia. Allí llegaron un domingo cualquiera las hamburguesas del Tío Sam, de un día para otro, y rataplán: el alimento que trajeron consigo los inmigrantes alemanes a Nueva York y que ha precisado de 200 años para abarcar toda la sociedad estadounidense se implanta de la noche a la mañana en una comunidad mejicana que llevaba 3.000 años alimentándose de papas cocidas con chile colorado.
Que, hablando de los tarahumaras, seguro que por aquí aparecerá alguno de los intelectuales de salón que siempre tienen una respuesta cruel para todo: pues que los tarahumaras aprendan a comer bien, que los negros dejen de matarse, que los vanuatuenses espabilen de una vez. ¡Lo dirá como si los tarahumaras tuvieran dinero para barritas de energía y una suscripción en el gimnasio, como si los negros fueran los únicos que matan, como si los vanuatenses fueran los únicos que adoran a idioteces! Pero luego cuando hablemos del peyote (que los tarahumaras consumen desde hace milenios sin que se hayan generado brechas sociales de ningún tipo) probablemente se ofuscarán y hablarán de ilegalizarlo con toda la fuerza de la ley internacional. ¿O cómo? ¿Entonces nosotros ilegalizamos el peyote pero ellos no pueden ilegalizar las hamburguesas?
Cuando el lector se encuentre con un intelectual de salón haría bien en recordarle que los europeos tampoco salimos mejor parados de este tipo de choques culturales, que nunca trató de quién ganaba en este juego de culturas. Caramba, que no tardamos ni veinte años en volvernos locos desde que introdujimos en nuestra sociedad una serie de drogas que otras culturas consumieron durante milenios sin despeinarse. El agua de fuego que dilapidó a los indios americanos parece una broma en comparación con las hordas de yonquis que pululan en Detroit y en Chicago.
La diferencia en todas estas situaciones podría resumirse en el poder y en la empatía de las naciones: cuando los poderosos ilegalizan aquello que les incomoda mientras comercializan lo que mata a otros; con una empatía amputada y putrefacta cierran los ojos y menean la cabeza, cada vez que escuchan sobre la dificultad de otras culturas a la hora de comprendernos. ¡Como si fuera fácil comprender las estrafalarias costumbres de nuestros visitantes alienígenas, no te amuela!