Sexo en la época victoriana: erotismo e higiene en la era de la "doble moral"
Todo tipo de mitos e historias se conocen hoy de la segunda mitad del siglo XIX. Más precisamente de la famosa época victoriana, aquel período oscuro y cambiante que se dio durante el extenso reinado de la reina Victoria I, quien se mantuvo en el trono por más de 60 años, siendo sólo superada por la actual reina, Isabel II.
Durante tantos años de revolución industrial y pleno apogeo del imperio británico, Inglaterra se consolidaba cada vez con más fuerza como la mayor potencia mundial y, por lo tanto, su cultura y sus valores se esparcían por el resto de Europa y sus colonias en el mundo.
Pero, sin duda, uno de los mayores legados de esta época es lo que hoy se conoce como "la doble moral victoriana": la forma de vivir de una sociedad que puertas afuera se vanagloriaba de despreciar al sexo como un acto de placer y que impartía disciplina y moralismos repletos de prejuicios y severas valoraciones conservadoras pero que, puertas adentro, transgredía todo comportamiento "adecuado" y se movía dentro de un mundo sexual oculto donde la prostitución, el adulterio, la pedofilia y la promiscuidad eran moneda corriente.
Fue un período turbulento en el ámbito social donde los varones dominaban tanto la vida pública como la privacidad, que se constituía como el espacio casi exclusivo de las mujeres que, sometidas y dedicadas al hogar y a los hijos, no tenían ni voz ni voto. Pero todo este falso moralismo se agravaba aún más con el desconocimiento generalizado que existía sobre el cuerpo humano y la sexualidad. Esto precisamente, fue lo que dio lugar a que la sociedad estuviera regida por mitos tomados como "leyes" que en su momento predicaban la forma correcta de vivir en una sociedad "civilizada".
Para entenderlo mejor, la escritora e historiadora Therese Oneill presentó su libro Unmentionable: The Victorian Lady's Guide to Sex, Marriage and Manners (o Inmencionable: la guía victoriana para el sexo, el matrimonio y los modales, en español) donde detalló los mitos incómodos que rondaban al sexo, el placer, el embarazo, la higiene de la época y hasta la menstruación.
Los más impactantes:
Sexo siempre con amor
En una sociedad caracterizada por los matrimonios arreglados, pero a la vez cultora de las historias de amor y la felicidad que brindaba una "familia ideal", el sexo casual -con una pareja con la que no se tenga ningún tipo de vínculo amoroso- era prácticamente un pecado. Sin embargo, además de la ofensa a la moral, un mito difundido por ese entonces rezaba que si una persona osaba tener relaciones con alguien a quien no amara, estaba garantizado que ambos tendrían un hijo "extremadamente feo".
¿Masturbación o no masturbación?
En esa época, donde sexo y placer no era una combinación socialmente aceptada, se pensaba que la masturbación femenina en exceso podría llegar a volver loca e infértil a la mujer que lo practicara. Incluso se decía que si esta práctica se exploraba desde edad temprana, podría afectar gravemente el desarrollo de sus órganos.
Sin embargo, durante esos años se creía en la existencia de una enfermedad conocida como "histeria femenina". Esta supuesta afección era diagnosticada por médicos a las mujeres que presentaban síntomas tales como dolores de cabeza, insomnio, irritabilidad, pérdida de apetito o "tendencia a causar problemas". Entonces, para "curar" este trastorno los médicos debían estimular a sus pacientes en los genitales hasta que alcanzaran un orgasmo, para liberar así su "deseo sexual reprimido".
Fue entonces cuando un médico británico llamado Joseph Mortimer Granville, cansado de masajear a sus pacientes manualmente, patentó en 1870 el primer vibrador electro-mecánico con forma fálica. Su invento, aunque poco higiénico y de un tamaño evidentemente desproporcionado, fue todo un éxito ya que lograba "aliviar" a sus pacientes "enfermas" en menos de diez minutos.
Curiosos métodos anticonceptivos
Una mujer que cargara en su viente con un hijo producto de una relación pecaminosa, era protagonista de un verdadero escándalo. Existía en este sentido una fuerte creencia popular que indicaba si una pareja quería evitar un embarazo, la mujer debería inmediatamente después del coito montar a caballo por un camino irregular o ponerse a bailar. Aparentemente la mejor manera de evitar una fecundación era sacudir de alguna manera el cuerpo.
Además, se creía que el bebé se parecería físicamente a quién tuviera el orgasmo más intenso durante la concepción y que, si la pareja tenía relaciones en una escalera, el niño fruto de ese encuentro tendría la espalda torcida.
"Higiene", sólo para ricos
Bien sabido es que si hay algo que realmente escaseó en la época victoriana (además de educación sobre el cuerpo humano) fue la higiene. La realidad es que, en primer lugar, no muchas personas tenían acceso a un baño decente, con una bañera o un lavabo para higienizarse. Pero, aún quienes sí lo tenían, generalmente los más adinerados, se bañaban con ropa y no muy a menudo. De hecho fue en estos años cuando Inglaterra sufrió algunas de suspeores epidemias y pestes.
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En general, en la literatura de la época pueden encontrarse numerosas referencias respecto del desagradable olor que cubría las calles, la ropa y los hogares de toda la ciudad. Además, debido a la falta de alcantarillas y cloacas, la mayor parte de la gente defecaba directamente en su habitación, y arrojaba el contenido a través de la ventana.
En este contexto, las infecciones y enfermedades se esparcían muy rápidamente entre los sectores de más bajos recursos, que no tenían acceso a limpiar correctamente su cuerpo, sus genitales o incluso su ropa.
Pioneras de la lencería
En la Inglaterra victoriana, la ropa de la mujer pesaba entre 5 y 15 kilos, por lo que el paso previo a tener relaciones sexuales era un procedimiento complejo. Además, el "cuerpo ideal" debía exhibirse con una cintura diminuta. Para lograrlo se usaban los trístemente célebres corsés rígidos que, en algunas ocasiones, de tan exagerados y dolorosos, provocaban desmayos, impedían doblar la cintura y hasta respirar con normalidad, entre otras consecuencias dolorosas.
Como un fiel retrato de la "doble moral" la ropa interior de las mujeres, esos duros corsés y sus "bombachas" largas conocidas como bloomers tenían, por debajo de los aparatosos vestidos, todo tipo de diseños, puntillas y encajes. Es que, como se puede apreciar, cuando el placer burlaba las normas sociales, las mujeres disfrutaban de lucir todo su erotismo.
Trapos menstruales
Según la medicina victoriana, la mujer era un ser débil, prácticamente enfermo, limitado por sus órganos sexuales. Una suerte de "mal necesario" para perpetuar la especie. Por este motivo, muy poco se sabía en profundidad qué había que hacer con respecto a la menstruación femenina. Este proceso natural, relacionado con la ovulación era considerado una especie de "limpieza" que el cuerpo hacía de sus impurezas.
Para un muchacho, el inicio de su actividad sexual significaba iniciarse en el mundo del conocimiento y el trabajo pero, para la mujer, era el comienzo de una tapa restrictiva y prohibitiva. Incluso se recomendaba a las madres hacer un seguimiento de la salud mental de las adolescentes porque se creía que la menarca -la primer menstruación- podía desencadenar un grave problema psicológico o emocional irreversible.
Las mujeres adineradas podían quedarse descansando en su cama hasta que terminara el sangrado pero las trabajadoras, debían aguantarse y ocultarlo como pudieran.
Uno de las grandes complicaciones era el lavado de sus "trapos menstruales", los pedazos de tela que se colocaban en la entrepierna y que eran motivo de vergüenza si eran vistos públicamente. Además, era un método profundamente antihigiénico.
El pelo, la clave de la sensualidad
En aquellos tiempos el pelo de una mujer era considerado una parte fundamental de su aspecto. Las mujeres lo rizaban, ataban con lazos o recogían en peinados elaborados, adornados con joyas, plumas ylos adornos más diversos. Sin embargo, sí existía una generalidad del cabello: no se cortaba al menos que fuera absolutamente necesario.
En el caso de mujeres casadas, el pelo debía ser cubierto e ir recogido hacia arriba. Un pelo desarreglado y desprolijo era señal de una mujer pecaminosa. Por este motivo, para un hombre victoriano, las fotografías de mujeres con pelo largo y suelto eran particularmente excitantes, donde exhibían lo que se consideraba la expresión primaria de su feminidad.
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