La historia secreta del secuestro de Cristián Edwards
A 18 años del secuestro de Cristián Edwards, CIPER revela detalles hasta ahora desconocidos de uno de los episodios que marcaron la transición. El relato del cautivo –ex presidente de la División de Servicios Noticiosos de The New York Times y ahora vicepresidente de El Mercurio- y los graves conflictos personales entre sus celadores que hoy revelan ex miembros del FPMR, son algunas de las nuevas piezas del puzzle. «Varias veces me escapé en sueños. Otras fui liberado con intervención de sirenas y helicópteros», declaró Edwards al recuperar la libertad. Tras vivir durante cinco meses en una «caja» de tres metros por dos, recordó que se aseaba con una olla, que lo sedaban y que sufría alucinaciones, calambres y temblores: «Me tironeaba los pelos de la barba para arrancármelos». El encierro también afectó a uno de sus celadores, que fue amenazado de muerte cuando se decidió a abandonar la casa-retén. Su deserción, dada a conocer por un informante al gobierno, fue la primera prueba de que el FPMR estaba detrás de la operación.
Vea también:– La historia secreta del secuestro de Cristián Edwards II– La historia secreta del secuestro de Cristián Edwards III
Pasadas las nueve de la noche, tras dejar el ascensor y comenzar a caminar por los estacionamientos públicos de calle Coyancura, aledaños a su oficina en Providencia, Cristián Edwards los vio. Tres hombres jóvenes en torno a un auto blanco. Los vio y no le llamó mayormente la atención hasta segundos después, cuando se disponía a entrar en su auto y escuchó un taconeo acelerado a sus espaldas. Entonces giró y volvió a verlos: los tres se le venían encima y uno de ellos le apuntaba a la cabeza con un revólver.
“Yo pensaba que me iban a robar la billetera, o algo así, así que levanté las manos”, dirá cinco meses después el hijo del dueño de El Mercurio, a pocas horas de su liberación, en un testimonio a la policía que ha permanecido inédito. “No alcancé a gritar nada… dos de ellos me amarraron, me pusieron una capucha plástica, me amarraron cables y entre los tres me dieron vuelta, me agarraron y me metieron al auto que estaba estacionado”.
El caño de un revólver fue prácticamente lo último que vio del mundo exterior ese año. Era el 9 de septiembre de 1991 y el entonces gerente de Diarios Regionales de El Mercurio y desde julio de este año vicepresidente ejecutivo de esa empresa, considerado el sucesor natural de Agustín Edwards Eastman, viviría a partir de esas horas y por los próximos 145 días en lo que él llamó “la caja”. Una ratonera de dos por tres metros, sin ventanas ni aire fresco ni compañía, en la que estaba expuesto casi permanentemente a música estridente, luz artificial y a la vigilancia de sus celadores que lo observaban desde el exterior mediante visores.
Jamás, en los cinco meses siguientes, salió de ahí. Jamás le vio la cara a otra persona. Si tenía algo que decir, debía escribirlo. Si daba un paso, topaba con una pared. Si mostraba signos de orientación, volvían a doparlo con medicamentos que consumía junto a las comidas y le alteraban las rutinas. “La idea era volverme loco”, resumió en la declaración policial del 1 de febrero de 1992. Cinco días después, ante el juez Luis Correa Bulo, daría una cuenta más extensa del cautiverio que sufrió a manos de un grupo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) y cuyos pormenores hasta ahora nunca habían salido a la luz pública.
A 18 años de ocurrido el hecho, y cuando su protagonista acaba de dejar la presidencia de la División de Servicios Noticiosos de The New York Times y se prepara para asumir la dirección de El Mercurio, acudimos a testimonios y documentos inéditos para recrear el secuestro que marcó la transición política chilena.
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