La sangre nunca fue amarilla - Periodismo de Barrio
Los pollos no marchan. No se supone que lo hagan. Si un pollo marcha, o camina con las patas estiradas y tiesas, es porque algo anda mal con ese pollo.
En La Habana, sin embargo, existe un lugar donde la gente estuvo observando a los pollos marchar por más de cuarenta años.
Yanet Cáceres vivió en ese lugar, desde 1997 hasta diciembre de 2013, junto a su esposo Geovanny Montenegro y su hija Rachel Romiño. Ella fue una de las que tuvieron pollos en el patio de su casa y los observó marchar hasta caerse muertos.
—Tú los tirabas en el piso y al mes ya estaban así: con las patas rígidas y marchando. Se ponían tiesos… Se morían.
A los que aparecían muertos no se los comían. Quienes crían animales saben que los que aparecen muertos no se deben destinar al consumo, porque si murieron pudo haber sido por causa de alguna enfermedad que tal vez afecte su carne.
Hubo algunos que, una vez degollados, desplumados y despellejados sobre la meseta de la cocina, la espantaron de tal manera que no creyó que fuera buena idea ingerirlos. Mostraban un aspecto muy desagradable: malformaciones en los huesos, las coyunturas desgastadas, tejidos morados.
—Se veían como cuando tienes artrosis en los dedos, como yo, por ejemplo, que tengo los dedos de las manos con callosidades.
Las gallinas, además, malograban los huevos. Lo que expulsaban era una flema. La cáscara jamás se formaba.
Pero no solo con los pollos había algo que andaba mal.
—Ahí no había un perro que durara más de cuatro años. Se volvían locos. Convulsionaban, echaban espuma por la boca. Cachorros más todavía. Yo no sé si es porque los perros están constantemente olfateando el piso… Los que más duraban eran los gatos. Los gatos sí duraban.
Unos cinco o seis perros calcula Yanet que se le murieron en aquellas condiciones, antes de que ella decidiera no adoptar a más ninguno.
Alberto Manzanero e Hilda Brito, sus suegros, no lo tuvieron fácil para criar cerdos. Si querían que sobrevivieran y se desarrollaran, debían mantenerlos en un corral de cemento.
—¿Te acuerdas de la puerca que parió y tuvo contacto con la tierra? –pregunta Alberto a Hilda–. No quedó un puerco de aquellos. Empezaron a coger diarrea, se iban de lado… Salvamos dos o tres y al final nos los robaron.
Hilda recuerda a las vacas de su infancia, allá por los años sesenta. Tres vacas tuvieron y tres vacas murieron convulsionando. Ninguna duró más de dos meses.
En esa época, la fundición de plomo de su padre todavía funcionaba. Cerró en 1968. La cerraron. Y ella sospechaba que la tierra había quedado envenenada, que por eso los pollos se ponían a marchar, porque comían con el pico directamente de esa tierra.
Lo que nunca sospechó fue que también los humanos podían envenenarse. No supo que eso era posible hasta finales de 2006, cuando un día preguntó a su vecina Milvia González por sus nietos y Milvia le respondió que estaban ingresados. “Ingresados por el plomo”, le precisó.
—Y yo me quedé: “¿Por el plomo? ¿Cómo que por el plomo?”.
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Cuando Jacinto Beato vino a vivir a San Miguel del Padrón a los seis años, ya al final de la calle Villalobo, justo en la cima de una cantera de piedra blanca, en los márgenes del río Luyanó, existía una fundición de plomo que pertenecía a un señor de apellido Balán. En los alrededores apenas había viviendas. No llegarían ni a diez. La madre de Jacinto compró un cuarto de tablas con un excusado externo, o más bien un terreno para construir la casa adonde se mudaría su familia.
Eso fue en el año 1953.
La fundición de Balán estaba ubicada a unos veinte metros del sitio donde Jacinto viviría y se interpretaba como un símbolo de prosperidad. Todas las semanas entraban y salían vehículos cargados con materia prima o lingotes de plomo. Se decía que sus obreros eran gente afortunada.
Arturo Brito era uno de esos obreros. Hasta que un día decidió independizarse, convertirse en su propio jefe, y en el patio de su casa instaló una fundición, al pie de la cantera donde se hallaba la otra. Un negocio modesto, aunque suficientemente atractivo y prometedor como para convencer a varios parientes suyos y de su esposa Onelia Serpa de dejar atrás sus vidas en otras provincias del país, emigrar a la capital, adquirir una parcela en la desolada Villalobo y ponerse a trabajar en la producción de plomo a partir del reciclaje de baterías.
Elio Serpa, un sobrino de Onelia, fue de los primeros en venir. Llegó de Las Villas en 1958, solo y con 14 años. Trabajó como palero durante tres meses –echando las rejillas de plomo a fundir– y volvió a Las Villas para traer consigo a su padre, madre y cinco hermanos.
En 1962 llegaron Sergio y Narcisa, recién casados y con un hijo en camino, que a los pocos meses nacería muerto. Arturo, que era hermano de Sergio, había ido a buscarlos a Matanzas y les había propuesto sumarse al floreciente negocio.
El horno se encendía a medianoche. Antes del amanecer, se apagaba.
—Por el humo, el calor y la peste –explica Elio.
Eso ocurría tres veces a la semana. Se necesitaba un día para que se enfriara el horno y otro más para restaurarlo con barro, antes de volver a encenderlo.
La fundición comenzó a crecer. La materia prima nunca faltaba, cada lunes se traía un cargamento de unas diez toneladas, y producían lingotes de 45 libras. Tampoco faltaban los clientes. Las funerarias siempre demandaban plomo para hacer los crucifijos y agarraderas de los ataúdes. También, en enero de 1967, se firmó un contrato con la Empresa Distribuidora de Útiles Domésticos del Ministerio de Comercio Interior, que se comprometió a comprar por seis meses toda su producción.
Para entonces, ya la industria de Balán había cerrado y Arturo había sacado la suya del patio de su casa para reubicarla a unos diez metros de distancia, en un extremo de la urbanización. En un punto donde el humo molestaba menos a los residentes, porque la chimenea daba a una zona boscosa y quedaban más cercanas las aguas del río, que a veces servían de vertedero para las impurezas que le retiraban con una espumadera al plomo hirviente. Hasta 1968, permanecería en ese mismo punto.
El 13 de marzo de 1968, en la escalinata de la Universidad de La Habana, el Comandante Fidel Castro anunció que había llegado el momento de “emprender a fondo una poderosa ofensiva revolucionaria”.
No aclaró en ese discurso en qué consistiría concretamente dicha ofensiva, la expresión solo la utilizó una vez y casi al final, pero sí había advertido antes: “no tendrán porvenir en este país ni el comercio ni el trabajo por cuenta propia ni la industria privada ni nada”.
Al día siguiente, el periódico Granma, órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, convirtió la cita sobre la ofensiva revolucionaria en un titular de primera plana, y en el resto del mes se encargó de explicar de qué iba aquello. No hubo una edición que no tuviera noticias, reportajes, ilustraciones o comentarios al respecto.
La cobertura fue tan intensa como parcializada. Para abril era improbable que a algún lector de Granma le quedaran dudas de que la ofensiva revolucionaria no era un simple eslogan en medio de la propaganda oficial, sino el nombre con el cual había sido bautizada una de las medidas más radicales y osadas que implementara el gobierno revolucionario hasta esa fecha: la expropiación, en muchos casos forzosa, de todos los negocios privados de Cuba, de sus locales, ganancias, mercancías, de todo lo que tuviera algún valor.
El 29 de marzo ya en el país se habían expropiado 55 636 comercios, entre ellos 682 industrias de metales, 98 de las cuales se encontraban en La Habana.
Hilda no olvida la noche que llegaron, sin avisar, a tumbar con ímpetu la fundición de su padre.
—Fue una destrucción… Lo que servía se lo llevaron y lo que no, lo tiraron por el barranco, para el arroyo. Pero la materia prima se quedó ahí, tirada en el suelo.
Según los cálculos de Elio, unas tres o cuatro toneladas de rejillas de baterías, contando el peso de la tierra que hay entre una y otra, quedaron esparcidas en la zona. Y quedaron igualmente los cimientos del local donde se fundía el plomo, el horno frío, instrumentos de trabajo, carbón, residuos.
Hilda, que había nacido y crecido en la zona, ya en ese momento había perdido todos sus dientes y masticaba con una dentadura postiza. Aún no había cumplido quince años. Nadie en su familia ni en el barrio sabía que ese era el tipo de cosas que podía provocar el plomo. Porque nadie sabía, en primer lugar, que el mayor peligro en una fundición de plomo no era exactamente quemarse con el horno.
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Jacinto Beato: Año 71. El niño estaba bien, bien, bien, sin ningún problema de salud. Y de buenas a primeras, el niño se enfermó. Aparentemente por un catarro. Eso fue un jueves, y el domingo, falleció. El domingo empezó a convulsionar en La Balear (Hospital Pediátrico de San Miguel), en el momento que lo trasladaron para el William Soler por una fiebre muy alta, ya había tenido hundimiento en los parietales, el frontal se le hundió, y ya en el William, a las cinco y cuarto de la mañana, el niño falleció. A los siete meses y dos días. Ya mi esposa había tenido dos abortos. Uno como con cuatro meses de embarazo, que hubo que correr con ella, y otro, de una hembra, con casi siete meses. Después de eso es que nace el primer niño, el que falleció, y después nació otro, que con un mes de nacido hubo que correr bastante con él para los hospitales, porque eran diarreas y fiebre. El chiquito hizo, como se dice, un dengue, pero logramos salvarlo.
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Junto con el oro, la plata, el cobre, el hierro, el estaño y el mercurio, el plomo conforma los siete metales de la antigüedad. En la alquimia, se simbolizaba con Saturno; por eso luego se denominaría saturnismo al envenenamiento que causa cuando se absorbe en grandes dosis. De acuerdo con los científicos estadounidenses Herbert Needleman y David Bellinger, especialistas en el tema, “el plomo es el veneno más conocido y mejor estudiado”.
En 1892, los médicos John Lockhart Gibson y Jefferis Turner reportaron en el Congreso Médico Australiano diez casos de envenenamiento por plomo en niños, atendidos en la ciudad de Brisbane. Al principio, hubo quienes no les tomaron en serio. Hasta ese momento se pensaba que el plomo solo afectaba a adultos que trabajaban en minas o fundiciones. Gibson y Turner, para colmo, no precisaban cómo los niños se habían envenenado.
Más de una década después, en 1904, Gibson descubrió la fuente: carbonato de plomo en la pintura doméstica. Que no suponía un grave inconveniente en las paredes, siempre y cuando no comenzara a cuartearse, desprenderse en pedazos y volverse polvo.
Los niños que se comían las uñas y se chupaban el pulgar resultaron ser los principales afectados. También, aquellos que, atraídos por el sabor dulce del plomo, comían entusiastamente trocitos de pintura. Entre 1891 y 1908, Gibson y Turner llegaron a detectar 262 casos de envenenamiento infantil con pintura a base de plomo, solo en Brisbane.
Los hallazgos científicos de los australianos hicieron avanzar las investigaciones al respecto y contribuyeron a la implementación de regulaciones para el uso de plomo en la fabricación de pintura. Sin embargo, no bastarían para impedir que, en 1923, Estados Unidos iniciara la comercialización de un producto más peligroso incluso que la pintura plomada: la gasolina elaborada con tetraetilo de plomo.
La idea se le había ocurrido en diciembre de 1921 a Thomas Midgley, un ingeniero estadounidense contratado por el laboratorio de investigaciones de la General Motors, que desde hacía seis años buscaba un aditivo para la gasolina que optimizara el funcionamiento de los motores de los automóviles. Y aunque ya se había descubierto que el alcohol podía ser ese aditivo, en términos de rentabilidad, no competía con el tetraetilo de plomo.
Quienes se encargaron de patentar, producir y comercializar a gran escala el tetraetilo de plomo como antidetonante en la gasolina fueron General Motors y Standard Oil de New Jersey. Ambas corporaciones asociaron sus capitales y fundaron la Ethyl Gasoline.
En 1924, ya habían abierto la primera planta, y al mes de abrirla, ya habían muerto quince trabajadores de intoxicación por plomo y otros tantos se hallaban gravemente enfermos. Sin embargo, este incidente no afectaría el matrimonio entre las industrias automovilística y petrolera.
Para 1970, el consumo de gasolina plomada en Estados Unidos superaba las 270 000 toneladas y, a nivel mundial, las 375 000. Hasta 1973 no empezaría un proceso significativo de eliminación del combustible a base de plomo del mercado estadounidense, que culminaría con su prohibición oficial en 1996.
En otros países no sería muy distinto. Hasta mediados de los noventa no se registrarían cambios notorios en este sentido. En Cuba no se prohibiría hasta finales de 2005, según el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
Ya en 1964, en la Isla existían al menos ocho estudios que reportaban casos pediátricos de saturnismo; según un texto titulado “Hiperaminoaciduria en la intoxicación por el plomo”, publicado en octubre de ese año en la Revista Cubana de Pediatría. Desde 1967, además, se utilizaban como referentes normas soviéticas para controlar la exposición ocupacional. Pero, en general, pasaba lo mismo que pasaba en el resto del mundo en esa época: la exposición ambiental al plomo no constituía una prioridad del gobierno.
Las políticas, normas y regulaciones que protegieran a la población tardarían décadas en aparecer. En 2015, atendiendo a un reporte del PNUMA, Cuba establecía el límite de componentes de plomo en la pintura en 20 000 partes* por millón (ppm), uno de los más altos de los países del mundo que establecen límites numéricos, pues muy pocos admiten hoy concentraciones de plomo en la pintura superiores a las 600 ppm; aunque el límite recomendado por el PNUMA es 90 ppm.
Todavía, en 2019, falta bastante por hacer.
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Calle Villalobo, en San Miguel del Padrón (Foto: Ismario Rodríguez)
Los nietos de Milvia no eran solo dos hermanos que se llevaban mal. Los hermanos pueden llevarse mal, pero existen límites. Los nietos de Milvia vivían del otro lado de los límites. Inquietaron tanto a sus padres, que terminaron llevándolos al psiquiatra.
Una tía, Sunia Baró, dice que sus sobrinos, de 7 y 5 años en aquel entonces, eran “insoportables”, que “se alteraban mucho”. Los vecinos, por su parte, los recuerdan como niños agresivos, intranquilos, aunque reconocen que en la zona no eran los únicos con esas características.
Los padres, que actualmente residen fuera de Cuba, no concedieron entrevistas, porque lo que pasaron les resultó “muy doloroso” y no quisieran “revivirlo”. Solo confirmaron las versiones ofrecidas por otras personas.
Cuando empezaron a atenderles en el Hospital Pediátrico de Centro Habana y les pusieron tratamiento, los niños progresaron. Al menos les iba mejor en la escuela y estaban más calmados, aunque nadie conseguía entender por qué se habían vuelto tan irascibles en primer lugar.
Las luces en torno al asunto comenzaron a surgir cuando vieron un programa de televisión estadounidense que contaba de un caso de exposición al plomo y de sus efectos perjudiciales. Ahí, más que una respuesta, surgieron preguntas.
¿Podían sus hijos estar envenenados? ¿Sería el plomo la causa, la explicación, de sus problemas de comportamiento? ¿Cómo descubrirlo?
Enseguida le contaron al psiquiatra sus preocupaciones y, desde el hospital, gestionaron unos análisis para averiguar si lo que padecían sus hijos, más que trastornos psiquiátricos, era envenenamiento.
Tras varios meses de espera, los resultados confirmaron las sospechas. Ambos niños presentaban niveles de concentración de plomo en sangre que superaban los 30 mcg/dl (microgramos por decilitro): tres veces superiores al nivel a partir del cual la Norma Oficial Mexicana (NOM-199-SSA1-2000) recomienda intervención médica en menores de 15 años. Y aunque dicha norma se encuentra un poco desactualizada, es la que las autoridades sanitarias de Cuba emplean como referente.
Adriano y Bryan, hijos de Ariel Baró y Yanmaris Rondón, fueron los dos primeros niños de Villalobo hospitalizados por exposición al plomo en el Hospital Pediátrico de Centro Habana, a finales de 2006.
Muy pocos vecinos se enterarían de ese diagnóstico. Pasarían más de tres años antes de que la mayoría de los niños del barrio fuera hospitalizada por la misma causa, en el Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez.
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Sunia Baró: Nosotros fuimos a vivir para ahí cuando yo tenía dos años de edad. Éramos cinco hermanos. Yo soy la más chiquita. Mis dos hermanas se fueron para Estados Unidos. Ariel se fue hace dos años nada más. Pero ahí nacieron mis sobrinas, los niños de mi hermano, y el niño de mi tío René, que vivía en una casita en el patio, al final de la casa, y bueno, su niño nació aparentemente normal, pero no recuerdo a cuántos meses le dieron unas convulsiones y se quedó muertecito como un vegetal. Era un bebé sano, hasta que le dieron esas convulsiones. El plomo afectaba a los niños de diferentes formas. Por ejemplo, los niños de mi hermano eran insoportables. Una dice que eran insoportables pero el médico que los atendió les puso hasta tratamiento psiquiátrico. El niño mío lo que tenía era mucha pérdida de memoria. Un niño chiquito y se le olvidaba todo. En ese momento tenía más o menos ocho, nueve, diez años, no más. Todo se le olvidaba. Él no se acordaba ni de qué había comido en el mismo día o el día anterior. Se le olvidaba dónde dejaba los juguetes. Había veces que tenía el juguete enganchado en el cuello y él lo estaba buscando y no lo encontraba. Y le dolían mucho las articulaciones. Se quejaba de mucho dolor en los huesos. A mí de niña siempre se me cayó el pelo. Actualmente, se me cae el pelo a chorros, pero de niña, yo no entendía por qué a mí siempre se me caía el pelo. Pero siempre supimos que ahí había plomo, lo que no sabíamos lo grave que era. Si cuando niños nosotros jugábamos con las rejillitas: las derretíamos en un jarrito, abríamos un huequito en la tierra con cualquier forma, echábamos el plomo caliente y cuando se enfriaba sacábamos un muñequito. Tú excavabas un poco la tierra y salían las rejillas por montones. Había muchas que estaban a flor de suelo. En el río yo no recuerdo haberme bañado, pero sí jugábamos metiendo los pies. Hubo un tiempo en que la gente del barrio cogió eso como una poceta. Venía gente de todas partes a bañarse en el río.
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La posición de la Organización Mundial de la Salud (OMS) es clara: “no existe un nivel de exposición al plomo que pueda considerarse seguro”. Para nadie.
La cantidad exacta de plomo que requiere el organismo humano para el óptimo desarrollo de sus procesos bioquímicos es cero. A diferencia de elementos como el calcio, el cobre, el fósforo o el hierro, el plomo no es necesario para ninguna función fisiológica conocida.
Una vez que es inhalado o ingerido pasa a la sangre y se aloja en los tejidos blandos (riñones, hígado, cerebro, corazón, pulmones) y en los óseos. Ataca los sistemas nerviosos central y periférico, el renal, el reproductivo, el hematopoyético, el gastrointestinal, el cardiovascular, el inmunológico.
En la sangre, el plomo puede permanecer entre 20 y 40 días, mientras que en los huesos, entre 50 y 60 años. Es en los huesos donde se acumula la mayor carga de plomo. En el caso de los adultos: más del 90 %; en el de los niños: más del 70 %.
El plomo es similar a varios elementos que demandan los huesos, como el calcio y el flúor, por tanto, el cuerpo lo confunde y lo distribuye como si fuera un elemento que de veras necesita, sobre todo si existe un déficit nutricional.
El que se acumula en los tejidos óseos no se queda metabólicamente inactivo durante tanto tiempo, sino que tiende a movilizarse otra vez a la sangre y a los órganos. Eso significa que el esqueleto puede funcionar como una fuente endógena de exposición al plomo, en especial, ante determinados eventos fisiológicos y patológicos: embarazo, lactancia, osteoporosis, envejecimiento.
El feto que se forma en el útero de una embarazada necesita, entre tantas cosas, calcio. Entonces, si la embarazada acumula plomo en sus huesos, su organismo suministrará plomo al feto cuando este demande calcio, pues atraviesa la barrera placentaria. Los riesgos de esta exposición intrauterina son varios. Incluyen malformaciones, partos prematuros y hasta abortos.
La eliminación natural del plomo es un proceso lento. Mayormente, el que no es absorbido se defeca, y el que se absorbe se orina. Además, en menor medida, se excreta por el cabello, el sudor, los dientes, la leche materna.
Cuando ocurre exposición aguda, ese proceso debe ser asistido con un tratamiento quelante, que remueva el metal a los tejidos y acelere la excreción urinaria. Se administra por vía oral, intramuscular o intravenosa. Sin embargo, ningún tratamiento evitará las secuelas negativas.
En 2016, la exposición al plomo, tanto ambiental como ocupacional, provocó en el mundo más de 540 000 muertes; según los cálculos más recientes del Instituto para la Métrica y Evaluación Sanitaria.
Un estudio publicado en marzo de 2018 en la revista Lancet Public Health reveló que en Estados Unidos cada año mueren alrededor de 400 000 adultos por afecciones, en su mayoría cardiovasculares, asociadas a niveles de plomo en sangre inferiores a 5 mcg/dl (si se siguen las indicaciones de la norma mexicana, las acciones de protección de las personas adultas no deberían comenzar hasta que los resultados de sus análisis no superen los 25 mcg/dl).
Los niños, principalmente los menores de seis años, son la población más vulnerable a los efectos tóxicos del plomo. En su contra tienen las características biológicas y psicológicas de esta etapa de la vida.
No solo comen más alimentos, beben más agua y respiran más aire por unidad de peso corporal que los adultos. También absorben mayores proporciones del veneno. Mientras que los adultos solo absorben entre un 10 % y 15 % del plomo que ingieren, los niños pueden absorber hasta un 50 %.
El típico hábito de llevarse juguetes y otros objetos a la boca es otro de los factores que incrementan los riesgos de exposición. Se calcula que, en un día, los niños ingieren 100 mg de tierra y polvo.
Pero es su frágil cerebro, en desarrollo, crecimiento y diferenciación, el órgano que más suele sufrir el impacto del plomo. La interferencia del metal en disímiles procesos neurológicos daña las funciones cognitivas y puede provocar desde dificultades en el habla y agresividad hasta disminución del coeficiente intelectual y retraso mental.
En 1943, el pediatra y neurólogo estadounidense Randolph Byers demostró que el descenso de los niveles de plomo en sangre, en pacientes diagnosticados con saturnismo, no debe entenderse como una cura definitiva, pues los efectos tóxicos de la exposición en edades tempranas son irreparables y se expresarán a lo largo de la vida.
La OMS, en Envenenamiento infantil por plomo, un compendio científico publicado en 2010, refiere que la exposición al plomo en edades tempranas se ha asociado en distintas investigaciones con el incremento de las tasas de hiperactividad, dificultades para concentrarse, fracaso escolar, trastornos de conducta, delincuencia juvenil, consumo de drogas y encarcelamientos.
Si bien en las décadas de los sesenta y los setenta del pasado siglo se aceptaba un nivel de hasta 60 mcg/dl en la población infantil, con el auge de los estudios epidemiológicos ese umbral se ha ido reduciendo drásticamente. Desde comienzos del siglo XXI existe evidencia científica que relaciona niveles inferiores a 10 mcg/dl con disminución del coeficiente intelectual en niños de entre 1 y 5 años.
En 2012, los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos determinaron que no era prudente continuar utilizando el término “nivel de preocupación”, que habían delimitado para los niños en 10 mcg/dl, a la hora de referirse a los casos de exposición al plomo. La bibliografía especializada ya era reiterativa en cuanto al hecho de que cualquier nivel de plomo en sangre que se detectara en niños debía preocupar.
La solución que encontraron para diagnosticar los casos de exposición al plomo fue utilizar un valor de referencia que fuera representativo de la población infantil de entre 1 y 5 años, a partir de los niveles registrados en encuestas de salud nacionales; de esta manera, los casos que arrojaran resultados superiores a ese valor –que se estableció en 5 mcg/dl– serían los que ameritarían asistencia médica.
Ciertamente, 5 mcg/dl es una proporción que pudiera parecer irrisoria. Un decilitro es apenas la décima parte de un litro: una taza de café. Un gramo es una aspirina de mil miligramos. Un microgramo es la millonésima parte de un gramo, es decir, que solo veremos a simple vista un microgramo cuando logremos partir una aspirina de un gramo en un millón de partes iguales: nunca. Pero cuando se trata del plomo, esas partículas imperceptibles resultan lo suficientemente tóxicas como para dañar el funcionamiento del organismo humano.
En el transcurso de esta investigación solo se identificaron dos estudios que ofrecen resultados de mediciones de plomo en sangre en población infantil, publicados en la Revista Cubana de Higiene y Epidemiología en 2003 y 2009, aunque ambos trabajan con muestras limitadas del municipio Centro Habana.
El de 2003 examina a un grupo de 84 niños de entre 3 y 8 años, residentes en viviendas construidas antes de 1928; y el de 2009, a un grupo de 65, de entre 7 y 10 años, en busca de una relación entre niveles elevados de plomo en sangre y problemas en el aprendizaje –que lograrían establecer al final.
Los resultados del primero revelaron que el promedio de plomo en sangre en los 84 niños ascendía a 9,6 mcg/dl. Mientras, el segundo concluyó que había 54 niños con niveles superiores a 8 mcg/dl, y 30 de ellos, con más de 10 mcg/dl.
La situación de los países de América Latina y el Caribe no dista demasiado de la de Cuba. Una investigación de 2016 concluye que el porcentaje de niños en riesgo de envenenamiento por plomo en la región es desconocido. Solo en México y Perú existen estudios que determinan el promedio de plomo en sangre en la población infantil. En el resto de los países se analizan casos directamente asociados con fuentes de exposición al plomo.
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El caso de Adriano y Bryan trajo a “una comisión médica” al número 11211 de Villalobo, entre Iris y Final, a la casa donde ellos residían con sus abuelos, sus padres, sus tíos y un primo contemporáneo, que era hijo de Sunia. Los niveles de plomo en sangre que mostraban, superiores a 30 mcg/dl, habían activado una alerta. Podían no ser ellos los únicos niños.
Hilda la vio llegar. Recuerda que fue entre finales de 2006 y comienzos de 2007.
La comisión seguía un protocolo. En los casos de pacientes pediátricos que presentan niveles elevados de plomo en sangre, la intervención no es meramente médica sino también ambiental. Una de las primeras medidas que suelen tomarse, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, consiste en detectar la fuente de exposición, que, por lo general, se encuentra en el hogar, en la escuela o guardería, o en la comunidad, en los principales espacios donde los niños conviven. El objetivo, por supuesto, es eliminarla.
Hilda, que ya sabía que algo grave estaba pasando y que eso grave que pasaba tenía que ver con el plomo, esperó a que la comisión saliera del número 11211 para abordarla. Porque ella tenía una preocupación: en su patio había estado la fundición de su padre durante varios años. Creía que eso lo debía contar.
Hilda Brito (Foto: Ismario Rodríguez)
—Los especialistas venían incluso con unas varillitas para medir el tóxico –cuenta Hilda– y cuando pasaron a mi casa y caminaron por donde estaba el horno en el patio, eso fue… A partir de ahí empezaron a hacer los análisis de sangre. Pero no a todo el mundo en ese primer momento. Eso fue poquito a poco, poquito a poco.
También, según los testimonios de los residentes, en varias ocasiones a Villalobo llegaron personas de instituciones estatales con instrumentos que servían para detectar el plomo disperso en la zona. Iban por distintos puntos midiendo y recolectando muestras de tierra, polvo doméstico, agua, plantas. La gente recuerda que pedían que no se barriera la vivienda por unos cuantos días y que luego pasaban y recolectaban el churre acumulado.
Los resultados de esos estudios ambientales nunca se divulgaron entre los vecinos. Ni los de esos ni los de otros que harían en el transcurso de los años, hasta 2016. Lo que sí se supo en el barrio, porque se concretó en acciones que impactaron en la vida cotidiana, fueron las medidas que se tomaron progresivamente a partir de los resultados de los distintos estudios.
Primera: nadie podría, legalmente, permutar o vender su vivienda, construir para ampliar o reparar, ni dividir su propiedad en dos o más propiedades.
Segunda: información a la comunidad acerca de las afectaciones del plomo para la salud y de las precauciones que se debían tomar para disminuir los riesgos. Varios médicos, en reuniones públicas, recomendaron que no se ingirieran alimentos cultivados en los alrededores, que los niños se lavaran bien las manos antes de comer, que las mujeres no se embarazaran, entre otras cosas.
Tercera: saneamiento ambiental. Se deforestó gran parte de la zona donde se encontraban las fundiciones –solo sobrevivirían dos matas de mango–, se extrajeron residuos de los patios domésticos y se arrojaron en un vertedero lejano y en una fosa tapada con concreto, se pavimentó el último tramo de la calle Villalobo y la mayor cantidad de suelo posible.
Cuarta: exámenes sistemáticos de dosificación de plomo en sangre, principalmente a la población infantil. Se ingresó a la mayoría de los niños con cifras elevadas en el Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez.
Quinta: extracción de los residentes en Villalobo entre Iris y Final. Se inició un proceso gradual de entrega y demolición de viviendas, en el cual fueron priorizadas las familias donde hubiera menores de edad con cifras elevadas de plomo en sangre.
En agosto de 2007 extraerían a las primeras familias y entregarían las seis primeras viviendas. Las dos últimas, en marzo de 2016. Todavía en mayo de 2018, al final de Villalobo, quedaban cinco viviendas de familias que una vez fueron identificadas como expuestas al plomo. Y una sexta, en un asentamiento ilegal que, desde inicios de los noventa, se extiende por las canteras de piedra blanca, los márgenes del río y otros parajes silvestres que conforman la no calle que se llama Final.
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Yanet Cáceres. (Foto: Ismario Rodríguez)
Yanet explica que si se enteró de la cifra de concentración de plomo que había en el suelo fue porque su casa funcionaba como punto de operaciones para los médicos, toxicólogos, investigadores y funcionarios del gobierno que aparecían, y ella siempre estaba pendiente de sus conversaciones sobre el caso, que era lo mismo que estar pendiente de su vida y la de su familia.
La cifra que refiere, sin pensarla dos veces, es la misma que refieren otros vecinos: 24 000 miligramos de plomo por kilogramo de suelo (mg/kg). Un cifra que es 45 veces superior al valor a partir del cual se considera que hay riesgos potenciales para seres humanos, animales y plantas, y se orienta la intervención ambiental, según los estándares holandeses para medir la calidad de los suelos. (Debido a que no existe una norma cubana que estipule las concentraciones máximas admisibles de metales pesados en suelos urbanos, quienes estudian el tema en Cuba suelen guiarse por la de Holanda, que es una de las más actualizadas).
Internacionalmente, los niveles de concentración de plomo que se reportan en suelos no contaminados, localizados en parajes remotos, oscila entre 10 y 30 mg/kg; en ciudades y en puntos próximos a autopistas, por encima de 100 mg/kg; y en los alrededores de fundiciones o fábricas de baterías, hasta más de 60 000 mg/kg. Mientras, en La Habana, de acuerdo con una investigación publicada en 2011, el nivel medio de plomo en suelo urbano asciende a 101 mg/kg.
El máximo admisible que establece Holanda es de 530 mg/kg, aunque ya a partir de 85 mg/kg considera que hay riesgos potenciales para los ecosistemas.
Sin embargo, ninguna de las personas afectadas por exposición al plomo en San Miguel del Padrón, de las que fueron entrevistadas para este reportaje, cuenta con documentos que confirmen el dato de los 24 000 mg/kg. Los documentos que se conservan de esos años son, sobre todo, resultados de exámenes médicos, principalmente de dosificación de plomo en sangre, y cartas de respuesta a quejas presentadas en distintas instituciones del Estado, por dilaciones en el proceso de otorgamiento de viviendas. Hay también quienes no conservan nada, porque los papeles les traían malos recuerdos o porque no se quejaron con tanta frecuencia en instancias tan disímiles.
Yanet y Yamilet González son de las personas que más se quejaron y menos papeles botaron. Presentaron cartas varias veces entre 2008 y 2012, a título individual o colectivo, en el Comité Central del Partido Comunista de Cuba, en el Consejo de Estado, en la Fiscalía General de la República y hasta en las oficinas del entonces presidente Raúl Castro. Luego, las quejas ahí presentadas eran remitidas a instituciones provinciales y municipales, que casi siempre les respondían que, a pesar de que el caso de Villalobo había sido priorizado por el país, la demanda de viviendas en la capital superaba la disponibilidad del fondo habitacional y, por tanto, debían esperar, junto con los casos sociales y los miles de personas que se encontraban albergadas desde hacía décadas.
Y si bien en casi todas las cartas se reconoce la existencia de “contaminación por plomo”, en ninguna se ofrecen datos que sustenten científicamente ese criterio. En rigor, para poder afirmar que dicho sitio se encontraba contaminado por plomo sería indispensable contar con los resultados de los estudios ambientales. Pero, para ello, el Ministerio de Ciencia,y Medio Ambiente (CITMA), que es la fuente más autorizada en el país para responder las preguntas al respecto, tendría que acceder a que esa información se volviera pública.
Aymara Linares, residente del 11224 (interior), junto a su esposo Freddy Ayala, presentó una queja en la oficina del entonces ministro del CITMA, José Miguel Miyar, en octubre de 2011, para que tuvieran en cuenta a su hijo Quiomar Alejandro, que tenía diez años. A Quiomar no lo habían ingresado, su madre tampoco contaba con título de propiedad de su vivienda, pero el niño había nacido y crecido en el área.
En marzo de 2014, casi tres años después, cuando ya la actual ministra del CITMA, Elba Rosa Pérez, había entrado en funciones, a Aymara le entregaron una respuesta de la Oficina de Atención a la Ciudadanía. Un resumen del expediente de su caso. Ese es el único documento emitido por CITMA que fue encontrado durante la presente investigación. Sin embargo, no ofrece datos científicos relevantes.
Documento de CITMA que conserva Aymara Linares (Foto: Mónica Baró)
El documento refiere que desde 2007 la Delegación Provincial del CITMA de La Habana trabaja en conjunto con la Oficina de Regulación Ambiental y Seguridad Nuclear (ORASEN), el Centro Nacional de Toxicología, el Centro Provincial de Higiene, Epidemiología y Microbiología, el Instituto Nacional de Higiene, Epidemiología y Microbiología, el Instituto Nacional de Salud de los Trabajadores y el Instituto de Nutrición e Higiene de los Alimentos “para la atención de la contaminación por plomo en la calle Villalobo en San Miguel del Padrón”; que desde febrero de 2008 el Consejo de la Administración Municipal y el Consejo de la Administración Provincial lideran tres grupos encargados de realizar estudios epidemiológicos y caracterizar ambientalmente la zona; y que esos tres grupos “han mantenido la cohesión en su accionar” con las instituciones del Gobierno y el Partido Comunista de Cuba a nivel municipal y provincial. Incluso, concluye clasificando la queja “como con razón”. Pero nada más.
Periodismo de Barrio, en junio de 2017, presentó por escrito una solicitud de entrevista a Adela Haber Vega, delegada provincial de CITMA de La Habana, con el propósito de “indagar en los resultados de los estudios ambientales realizados en la zona, antes y después del proceso de saneamiento”. Semanas después, Desiré Urbay Morales, jefa de la unidad de organización y gestión integral de la Delegación Provincial de CITMA de La Habana, respondió por vía telefónica que ellos no tributan información a los órganos de prensa que no son oficiales. Posteriormente, en julio de ese mismo año, Periodismo de Barrio contactó por correo electrónico a Odalys Goicochea, directora de medio ambiente de CITMA, y un mes más tarde recibió una segunda negativa: “no es posible aportar dicha información debido a que la revista digital para la cual trabaja no pertenece a ninguno de nuestros medios de prensa nacional”.
De acuerdo con Yanet, una vez que concluyó el saneamiento ambiental, a mediados de 2009, el nivel de concentración de plomo en suelo descendió a 4 000 mg/kg. Por supuesto, tampoco cuenta con evidencias sólidas que permitan corroborar esta otra cifra. Solo cuenta con su palabra, su memoria. Lo que sí sabe y puede probar la gente es que el saneamiento no consiguió sanear la zona lo suficiente como para eliminar todos los peligros. La mayoría de las mudanzas, de hecho, se hicieron entre 2011 y 2016, cuando ya habían transcurrido al menos dos años del saneamiento ambiental.
Hay, además, una inspección sanitaria firmada por la doctora Ana Tacoronte, entonces vicedirectora del Centro Provincial de Higiene y Epidemiología de La Habana, quien, a partir de una visita a casa de Yanet, declaró por escrito lo siguiente: “en análisis efectuado a nivel provincial se propuso nuevamente la salida del lugar a todos los vecinos que queden, siendo Salud Pública quien establezca las prioridades, esto debe suceder antes de que finalice el año en curso”. Y la fecha que consta en la inspección es 10 de noviembre de 2012.
A Yanet y su familia, a pesar del ultimátum dado por la doctora Tacoronte, no les mudarían hasta diciembre de 2013.
Inspección sanitaria realizada por la doctora Ana Tacoronte (Foto: Mónica Baró)
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Helena Rodríguez: Ahora todo el mundo le echa la culpa al plomo. Mi tía dice que mi abuela se murió de plomo. Mi abuela se murió porque se le regó el líquido en los pulmones. Que no le echen la culpa al plomo. Todo el mundo es: el plomo, el plomo, el plomo… Ah, mi hijo sí sé que es el plomo porque a mi hijo le hicieron los análisis y los resultados le dieron elevados. Alejandro fue el caso más crítico. Yo en Villalobo levanté cuatro tablas, cuatro bloques, para hacer mi casita, en el terreno donde estaba una de las antiguas fundiciones. Fabriqué encima de la placa, por viva. Quise ser viva y lo que hice fue joderme, porque mi hijo vivía adentro del plomo. Plomo afuera y plomo adentro, porque en la misma placa del piso de la fundición, nosotros levantamos los bloques, porque así ya no había que fundir dados. ¿Dónde estaba el plomo? Estaba enterrado allá adentro. Alejandro caminó con 16 meses. Se atrasó, porque nació con problemas psicomotores. Nació además con el tubo digestivo desviado. Le daban unos cólicos, que el barrio entero caminaba con él chiquitico para que se le quitaran. Lo atendí en la iglesia, lo atendí con el brujo, lo atendí con acupuntura, lo atendí con todo el mundo, para que al niño se le quitaran los dolores. Yo no comía nada. Por poco me desaparezco. El médico me decía a mí que era la teta, que había que ver qué cosa yo comía. Todo era sopita, sopita, sopita, para que a mi hijo no le dieran cólicos. Yo el problema lo tuve desde el vientre, porque tuve contracciones desde que salí embarazada hasta que lo parí. La hemoglobina en ocho, las vomiteras, yo me orinaba, yo pasé de todo por mi hijo. Alejandro era un vegetal. Y si a los 16 meses caminó fue porque Alberto, el marido de Hilda, cogió un taburete y le dijo: “Pon una manito aquí y la otra manito aquí”, y él fue jalando el taburete poquito a poquito, poquito a poquito, y así me lo empinó a caminar, porque Alejandro, ¿caminar? Era un vegetal. Yo trabajaba en una escuela de auxiliar de cocina y pedí la baja por mi hijo. ¿Yo iba a darle mi hijo en esas condiciones a alguien para que me lo cuidara? Si se hizo caca hasta cuarto grado en los calzoncillos.
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El plomo es un metal maleable, resistente a la corrosión y lo bastante denso para funcionar como un escudo ante radiaciones nucleares. Es muy útil para quienes trabajan en laboratorios y hospitales. También, para asegurar los cables de energía y comunicaciones subacuáticos.
La Asociación Internacional del Plomo informa que cada año en el planeta se producen cerca de diez millones y medio de toneladas. Poco menos de cinco millones provienen de la explotación minera y el resto, más de la mitad, del reciclaje.
La industria de las baterías ácidas de plomo, que echan a andar automóviles, buses, camiones y motocicletas, demanda el 85 % de esa producción. Sin embargo, hoy se logra reciclar hasta más del 95 % del plomo que contienen las que se desechan. El otro porcentaje se destina a la fabricación de compuestos de plomo, láminas, municiones, aleaciones y coberturas para cables.
El plomo, a pesar de ser tóxico, es vital para el desarrollo de las sociedades modernas. Al menos hasta el presente. Los problemas surgen cuando no se toman las precauciones necesarias para manejarlo, ni se implementan regulaciones estrictas que eviten usos inapropiados.
Ninguna nación se encuentra completamente a salvo. Tanto las desarrolladas como las que están en vías de desarrollo reportan casos de intoxicación por plomo, de individuos, familias o comunidades, y distintos niveles de exposición ambiental.
El promedio de plomo en sangre en población adulta no expuesta ocupacionalmente en Estados Unidos (2013-2014) asciende a 0,84 mcg/dl; en Canadá (2012-2013), a 3,3 mcg/dl; en México (2000-2010), en zonas urbanas, a 5,36 mcg/dl; en Italia (2000), a 3,06 mcg/dl en mujeres y a 4,51 mcg/dl en hombres. Pero, sin dudas, son las naciones de bajos y medianos ingresos las más vulnerables en este sentido.
De acuerdo con la OMS, el 99 % de los niños afectados por elevada exposición al plomo en el mundo residen en esos países.
En Cuba, hay dos estudios publicados en la Revista de Salud y Trabajo que miden el promedio de plomo en sangre en población adulta no expuesta ocupacionalmente. Ninguno, de alcance nacional.
Uno se efectuó entre 2005 y 2006 en la capital e incluyó a los municipios Regla, Diez de Octubre, Guanabacoa y Arroyo Naranjo, “atendiendo a los diferentes niveles de contaminación atmosférica identificados en un estudio previo realizado por el Centro de Contaminación y Química Atmosférica”, y dio como resultado 6,3 mcg/dl. El otro, a partir de cuatro áreas de salud, midió los niveles de la población de Pinar del Río en 2007: 4,7 mcg/dl.
El investigador Enrique José Ibarra, químico especializado en salud de los trabajadores y uno de los autores que participó en ambos estudios, explicó a Periodismo de Barrio que, aunque esos valores no pueden extrapolarse al resto del país, sirven de referencia para evaluar distintos casos de exposición, ocupacional o ambiental.
—Por las características de nuestras ciudades –concluye Ibarra– no debe haber exposición importante al plomo en la población general. En principio, y esto es entre comillas porque no hay una investigación que lo demuestre, La Habana debiera ser la más contaminada.
Pero Pinar del Río hace poco se convirtió en la sede de una de las industrias más importantes del país. Desde julio de 2017 en el municipio Minas de Matahambre se puso en marcha la mina a cielo abierta más profunda y moderna del territorio nacional: Castellanos. ¿Y qué explota? Plomo y Zinc.
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Alejandro Banderas, con 15 años (Foto: Ismario Rodríguez)
Alejandro Banderas fue el niño de Villalobo que registró los niveles más elevados de plomo en sangre. Lo ingresaron en cinco ocasiones en menos de dos años, en la sala de misceláneas del Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez, ubicado en el municipio Marianao. El primer ingreso fue el 2 agosto de 2007, acababa de cumplir cuatro años.
Su madre, Helena Rodríguez, guarda un resumen de historia clínica –par de hojas deterioradas con datos escritos a mano, aunque formalmente firmadas y acuñadas por los doctores que le atendieron–, en el cual consta que a Alejandro lo remitieron desde su área de salud “con diagnóstico de intoxicación por plomo”, luego de que lo detectaran en una pesquisa que se efectuaba en su barrio.
No tenía síntomas físicos severos, apenas dolores esporádicos en los huesos y en el abdomen. Nada de náuseas, vómitos, debilidad, encefalopatía, ataxia o convulsiones. Sin embargo, la concentración de plomo en su sangre ascendía a más de 76 mcg/dl y, atendiendo a la norma mexicana, clasificaba como “caso de emergencia para atención médica inmediata”.
La bibliografía, desde hace décadas, alerta que no es raro encontrar casos crónicos en los cuales los pacientes, tanto niños como adultos, se muestran asintomáticos. Por eso, para determinar si una persona ha estado o no expuesta al plomo resulta imprescindible realizar una dosificación de plomo en sangre y, para complementar, rayos X.
La primera prueba mide la exposición reciente, ocurrida en los últimos 35 o 40 días, porque es el tiempo que permanece el plomo en la sangre, y la segunda refleja la acumulación de plomo en los huesos y articulaciones a lo largo de los años.
El primer ingreso de Alejandro duró ocho días. Lo trataron por 72 horas con Penicilamina, un agente quelante que se ingiere, y el 10 de agosto ya había egresado del hospital.
No se suponía que retornara a su vivienda. Para Alejandro, el retorno a la fuente de exposición podía implicar un incremento del valor de plomo en sangre, incluso superior al que provocó el tratamiento en primer lugar. Pero Helena no tenía otro sitio adonde ir.
Y junto con Alejandro regresaron al mismo barrio, a la misma fuente de exposición, otros cuatro niños de su numerosa familia, a quienes también habían ingresado con niveles de plomo que oscilaban entre 30 mcg/dl y 50 mcg/dl: su hermana Mari Karla Reyes, de ocho años; sus primas Lisbianis Cuevas y Yusimí Domínguez, de ocho y cuatro, respectivamente; y su primo Julio César Domínguez, de tres.
El 13 de diciembre, los cinco ya estaban de vuelta en el Juan Manuel Márquez. Segundo ingreso.
En esta ocasión, Alejandro entró con 68 mcg/dl, e igual de asintomático. Una vez más, le indicaron tratamiento quelante, al quinto día le dieron el alta: “sin complicaciones”, ante una “evolución favorable”, y le orientaron “seguimiento por consulta y tratamiento ambulatorio”.
Con sus parientes ocurrió lo mismo.
El tercer ingreso ya no transcurriría sin sobresaltos. Cuando Alejandro llegó al Juan Manuel Márquez, el 20 de febrero de 2008, el nivel de plomo que tenía en la sangre era casi de 84 mcg/dl. Presentaba dolores en el abdomen, la cabeza y la espalda.
A partir de 100 mcg/dl, los pacientes infantiles enfrentan el riesgo inminente de entrar en coma y morir.
Justo al día siguiente, a Alejandro lo instalaron en una sala de cuidados intensivos y lo sometieron de nuevo a tratamiento quelante (EDTA y BAL), esta vez sí fue por vía intravenosa e intramuscular. No obstante, tuvo varias complicaciones. Enfermó de neumonía y sufrió una convulsión que le provocó lesiones en el tórax.
Más de cuarenta días permaneció ingresado. Permanecieron. Los cinco niños no saldrían del hospital hasta el 3 de abril de 2008, directo para las viviendas que el Estado había otorgado a sus padres, lejos del plomo.
En el frente, Helena, junto a Mari Karla y su nieta (Foto: Ismario Rodríguez)
A la familia numerosa, que habitaba en una casa dividida en tres partes independientes, sin contar la de Helena, que era como un apéndice, le entregaron en total cinco viviendas en distintas zonas de La Habana, en esa misma fecha. Lo que dejaron atrás, el asentamiento familiar completo, fue echado abajo. Ahí, en ese terreno, la Dirección Municipal de Planificación Física de San Miguel del Padrón no autorizaría la construcción de nuevas viviendas.
Pero la trayectoria hospitalaria de Alejandro en particular no concluyó tras su mudanza. Hubo un cuarto y un quinto ingresos. Hubo más sueros, más medicamentos orales, más días de hospital.
El quinto y último fue en marzo de 2009. Helena lo recuerda bien porque hacía menos de dos meses se había vuelto a mudar. El apartamento que le habían entregado en el municipio Boyeros quedaba no solo lejos del plomo sino también de la vida que conocía y de las escuelas de sus hijos, así que permutó para otro en San Miguel del Padrón, donde residen en la actualidad. A unos cuatro kilómetros del barrio donde ella y sus hijos nacieron.
Después de ese último ingreso, en dos ocasiones, en abril y junio de 2009, a Alejandro le mandaron a buscar de su antigua área de salud. Por Villalobo las autoridades sanitarias municipales estaban orientando análisis de dosificación de plomo en sangre a los niños que ahí continuaban residiendo y a Alejandro, aunque se había ido hacía un año, lo incluyeron.
Helena nunca supo los resultados. Dice que no se los dieron, aunque ella tampoco los solicitó. Cree que, al igual que en ocasiones anteriores, si hubieran sido elevados, le hubieran avisado.
—Él salió de alta con el nivel de plomo en 41 –dice la madre–. Ese fue el último conocimiento que yo tuve. Ya no tuve conocimiento de más nada. No sé si le ha bajado o le ha subido, porque a mí más nunca me han dicho nada.
Alejandro ahora tiene quince años. Habla de lo que le pasó como si no se tratara de él. Estaba muy chiquito. Una de las cosas que no olvida es que no lograba entender por qué su sangre, si tenía plomo, era roja y no de otro color. Siempre le asombró que su sangre fuera roja.
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Mari Karla Reyes: Yo pienso que nosotros podíamos seguir viviendo ahí. De eso se dieron cuenta por los análisis que empezaron a dar alterados, pero si no, nosotros no nos hubiéramos dado cuenta. Todo el mundo vivía normal. Yo no me sentía nada. A mí lo que sí me dio fue cansancio en la vista, en el cuerpo, pero como era una niña y siempre estaba jugando, me decían que eso era de tanto correr y saltar. Hoy por hoy todavía tengo dolores. Hay días que me duelen las piernas, los brazos, que no puedo caminar porque me duelen mucho los pies. Ahora con la barriga me duelen aún más, pero antes de estar embarazada también tenía el cansancio en el cuerpo. Ahora, mi problema es el carácter. Hay días que soy como un fósforo. Me tiran un poquitico de gasolina y enseguida me enciendo. Mi mamá dice que yo no me parezco en nada a la niña de antes. Que yo era una niña alegre, dulce, buena, pero que después que terminé la primaria me volví un ácido de batería, pesadísima, amargada, problemática. En la primaria yo era un amor de Dios, cantaba en los matutinos, bailaba, tenía amiguitas. Después de que entré en la secundaria, ya era otra cosa. Y yo no soy inteligente, pero tampoco soy bruta. Bruto es mi hermano, yo tengo mi agilidad.
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Alejandro Banderas: Lo malo que yo tengo es que nunca entiendo nada. Algo sí, pero no todo. ¿Las tareas? Yusimí mi prima que me ayuda. Yo no sirvo para la escuela. Mi mamá me dijo que cuando terminara la secundaria iba directo a trabajar con mi papá. Mi papá es jardinero, chapea y hace diseño en las matas. Para eso no tengo que estudiar.
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En 2008, el consultorio médico 27 del Policlínico Docente Universitario Bernardo Posse de San Miguel del Padrón daba cobertura de salud a 657 personas. Entre ellas, al menos 122 residían en Villalobo entre Iris y Final o en sus alrededores, es decir, que se hallaban o bien expuestas al plomo o en riesgo de exponerse.
Sándor Díaz, un estudiante de medicina, quiso estudiar los casos, en particular, los de la población pediátrica, que ascendían a 25. El saturnismo no es igual de ordinario que una gripe, no es un padecimiento que se trate a diario en una consulta, menos en pacientes infantiles, y eso, la rareza, fue lo que motivó a Sándor Díaz.
En ese momento, él cursaba el primer año de su carrera en la Facultad Miguel Enríquez de la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana y se encontraba realizando prácticas en el consultorio 27; así que no tendría dificultades para acceder a los resultados de los análisis de dosificación de plomo que se venían haciendo a los niños desde el año anterior –los adultos deberían aguardar un poco más.
La doctora Leticia Cruz, metodóloga del Bernardo Posse, accedió a servir de tutora. Los resultados los presentarían en los fórums científicos de la facultad y el policlínico, algo provechoso desde el punto de vista académico, pero también aportarían información sobre las características sociales y familiares de los niños expuestos, para apoyar a la comisión que llevaba adelante las pesquisas en el barrio.
—Nadie había hecho lo que hizo él, que llegó a las casas, entrevistó a las madres, a los niños, fue a ver los patios, hizo fotos –dice la doctora Cruz, diez años después, en una entrevista con Periodismo de Barrio.
(Sándor Díaz actualmente reside fuera de Cuba, y aunque fue contactado en agosto de 2016 por correo electrónico para que contribuyera a reconstruir la historia, y su primera respuesta fue afirmativa, al final no compartió su testimonio ni volvió a responder a otros mensajes).
El estudio, aparte de mostrar en una serie de gráficos las relaciones entre los niveles de plomo en sangre y la edad, el sexo o las condiciones estructurales de las viviendas, revela que de los 25 niños que conformaban la muestra, había 10 con niveles de plomo en sangre que oscilaban entre 10 mcg/dl y 19,9 mcg/dl, y 8 con niveles que superaban los 20 mcg/dl. Y la mayoría, 16, eran menores de diez años.
En otras palabras: había alrededor de 18 niños que requerían una evaluación médica integral, según las acciones que recomienda la norma mexicana en casos de menores que sobrepasan los 15 mcg/dl. Pero ninguno sería hospitalizado hasta que no concluyera, un año más tarde, el saneamiento ambiental.
De lo que pasó en San Miguel del Padrón, en el curso de esta investigación, no se localizó ningún otro estudio que estuviera público. Solo los testimonios de las personas afectadas permitieron determinar que en la sala internacional del Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez, en el primer semestre de 2010, se ingresaron hasta 12 menores.
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Leslie Figuerola: A Bryan como con tres años le diagnosticaron neuropatía periférica y una pérdida auditiva del oído derecho. Los médicos dijeron entonces que la neuropatía iba a ser de por vida, los dolores en las piernas, el cansancio, y le mandaron vitaminas. Y por la pérdida auditiva le mandaron a poner prótesis, lo que yo luego conocí a Cristo y lo declaré sano. No le he puesto más nunca la prótesis, no le he puesto nada. Lo que sí habla un poco más alto, como si estuviera gritando, para poderse oír. Ya por el plomo no nos dieron más consultas, después de que nos sacaron de ahí a finales de 2010, ya se olvidaron de nosotros. Pero bueno, como madre al fin, resolví en otros hospitales. Un día una ortopédica se da cuenta de que el niño tiene una cadera más alta que la otra y le manda una placa. Cuando ve la placa, se asusta, y lo manda al somatón, porque pensaba que el niño tenía como un tumor en una pierna. Ya, imagínate cómo me puse. Eso fue en 2015. Con esa placa fui entonces al oncológico y la doctora del oncológico me dijo que no, que tranquila, que eso podía ser de la misma enfermedad, porque en las placas salían como las láminas de la contaminación por plomo. Ahí fue cuando me desesperé y dije: “Ya, ya no puedo hacer más nada, si hay que hacer algo yo no lo voy a hacer, porque no tengo poder para hacer nada, que lo haga Dios”. Porque te desesperas y tienes que acudir a algo, ¿me entiendes? Y la doctora le dio el alta y me dijo que lo llevara en seis meses, pero no lo he llevado más. Ahí tengo el disco, ahí tengo todos los papeles, ahí tengo la prótesis que le mandaron para la pérdida auditiva, ahí tengo todo. Yo lo veo bien. Yo, como madre, lo veo bien.
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La Empresa de Movimiento de Tierra Número 1 Contingente Raúl Roa García fue la encargada de ejecutar el saneamiento ambiental, específicamente, sus tres brigadas: Redes Soterradas, Movimiento de Tierra, y Trabajos Especiales; pero las que más trabajaron en la zona fueron las dos últimas, sobre todo la de Trabajos Especiales.
Los contratos no se conservan. Mileidys Cruz, especialista en medio ambiente de la empresa desde 2016, dice que los contratos solo se archivan por cinco años, luego se convierten en materia prima. Para saber en qué consistió el saneamiento habría que apelar a la memoria de la gente que trabajó en eso, la que queda viva.
Hay quienes fallecieron (un ingeniero de Trabajos Especiales, el director de la Brigada de Movimiento de Tierra, un jefe de brigada de Trabajos Especiales), hay quienes no saben, aunque recuerdan haber escuchado cosas al respecto, y hay quienes no se acuerdan de nada o se acuerdan de muy poco.
Gisela Estrada, entonces especialista en medio ambiente de la empresa, hoy especialista en calidad, dice que no se acuerda de nada.
Julia Fernández, entonces directora de operaciones, hoy directora adjunta del Contingente Raúl Roa García, estuvo varias veces en la obra, claro que la recuerda, pero dice que no puede precisar si hubo o no un proyecto que sirviera de guía, ni de dónde vino la orden.
Fernando Virosta, ingeniero de Movimiento de Tierra y jefe técnico en aquella época, es de los que no sabe, porque no atendió esa obra y nunca estuvo en la zona, aunque sí recuerda haber escuchado cosas al respecto. Resume que eso fue “un cohete que le mandaron al director”.
Cosme Pérez, director actual de la Brigada de Movimiento de Tierra, dice que ellos fueron para desviar el río y limpiar la zona.
—Pero, ¿quién diseñó eso? –pregunto a Pérez.
—Eso fue un pie. Nada de diseño, ni plano ni nada.
—¿Y quién decidió que había que desviar el río?
—No, quién lo decidió, yo no sé. El MICONS (Ministerio de la Construcción) cuando es pie, se hace, y después se resuelven los problemas.
—Ustedes fueron la brigada ejecutora.
—No, no, no. La brigada ejecutora fue civil (Trabajos Especiales). Nosotros fuimos de apoyo para desviar el río y limpiar el área con los buldóceres. Eso fue lo que hicimos.
Jorge Luis Vaillant, trabajador de Movimiento de Tierra, calcula que su Brigada movilizó a unos diez hombres, para que operaran dos buldóceres, un cargador y al menos cinco camiones de volteo. Recuerda que hicieron una excavación, recogieron escombros y desechos y los trasladaron hacia un vertedero que el Contingente tiene en la cantera Villena Revolución, ubicada en el municipio Boyeros.
Kenia Márquez, directora actual de la Brigada de Logística y Trabajos Especiales, tiene conocimiento de la obra, referencias que le han llegado de quienes estuvieron ahí excavando y sacando tierra durante varios meses. Ella entró a la Brigada en 2011 y es directora desde hace poco más de un año. Lo que puede agregar es que, por lo general, no hacen ese tipo de trabajo especial. Reparan aceras, contenes, túneles populares, hacen demoliciones, y a veces, ante desastres naturales, sanean zonas afectadas. Nada que tenga que ver con metales pesados o desechos tóxicos.
Quien dirigía Trabajos Especiales entre 2008 y 2009 era Lázaro Rivero, ahora jubilado, pero con bastante buena memoria.
—Ahí trabajamos nosotros como unos caballos, de lunes a sábado, como diez horas cada día, porque a eso se le dio prioridad uno. Hubo días que tuvimos hasta 30 hombres trabajando.
—¿Antes habían hecho un trabajo similar?
—No, yo nunca lo había hecho, que yo recuerde, ese fue el primer trabajo que se hizo de ese tipo.
Rivero, quien es técnico medio en mecanización, llevaba en ese momento tres años al frente de la Brigada, y al igual que Cosme Pérez, no puede responder quién diseñó la labor de saneamiento que emprendieron. Dice que cuando llegaban al lugar las instrucciones las recibían directamente de Servicios Comunales, del Gobierno Municipal de San Miguel del Padrón o de “compañeros de medio ambiente”, probablemente de CITMA.
—Los compañeros de medio ambiente no salían de ahí, estaban más tiempo en la obra que yo, mirando el trabajo que hacíamos y haciendo mediciones, y eran los que nos avalaban, pero nunca nos señalaron nada. Todo fue bien hasta que terminamos.
Una vez que la Brigada de Movimiento de Tierra terminó su parte, la de Trabajos Especiales se concentró en los patios de las viviendas: excavaban, “donde había necesidad de excavar”, hasta donde la tierra no se viera contaminada con “materias extrañas”; a veces, hasta diez centímetros de profundidad, otras, hasta veinte, y revestían con hormigón.
El patio de la casa donde vivía Yanet fue uno de los puntos donde más hubo que excavar. Alberto, el padre de su suegra, había enterrado un conjunto de desechos y herramientas en una especie de pozo de cuya existencia nadie en la familia tenía conocimiento, porque la yerba crecía encima, y hasta que el contingente no empezó a dar pico y pala, no se enteraron de que bajo sus pies había todo tipo de “suvenires” de la primera fundición.
—Hasta las calderas donde se fundía el plomo estaban allá abajo enterradas –dice Yanet–. Y nosotros no sabíamos. Las calderas, los cucharones. Todo eso lo sacaron.
Como en las excavaciones en los patios continuaban apareciendo desechos peligrosos, el antiguo Jefe de Brigada cuenta que se abrió una trinchera al final de la cuadra, como del tamaño de una cancha de tenis y de unos cuatro metros y medio de profundidad, para depositarlos en ella. Ese hueco, y nada más, fue lo que hizo la Brigada de Redes Soterradas, que era la que disponía de una retroexcavadora. Luego los hombres de Trabajos Especiales se ocuparían del resto.
—Todo lo que iba saliendo, como pedazos de baterías, cosas que no se podían dejar, se iba tirando para allí; para no estar trayendo camiones y equipos –explica Rivero.
—¿Y toda esa trinchera se llenó con desechos?
—No, no, no fue mucho lo que se recogió. No era una cosa alarmante.
Una vez que terminaron con los patios, utilizaron la misma tierra que habían sacado –que según Rivero no estaba contaminada– para tapar la trinchera, pusieron encima una capa de hormigón de 20 centímetros, y en los costados, lozas hexagonales.
En Villalobo entre Iris y Final no quedó un patio sin cementar después del saneamiento. Yamila Jiménez, vecina del 11212, dice que en el suyo apenas dejaron con tierra al descubierto la medida exacta del fondo de un cubo para que sembraran una planta.
Solo las viviendas del asentamiento ilegal, que colinda con la zona donde estuvieron las fundiciones, quedarían con la tierra sin tocar. Ni en las adyacentes a la trinchera hormigonada, ni en las más alejadas, ni en las que incluso se detectaron casos de menores expuestos al plomo se echaría una gota de mezcla.
Las familias del asentamiento ilegal más temerosas, o precavidas, harían una versión personal de saneamiento: colocarían retazos de mantas impermeabilizantes de techos o sembrarían flores.
Pero, con los años, el saneamiento ambiental se iría deteriorando.
Ya en 2018, el panorama es drásticamente distinto al que había nueve años antes. Se han perdido varios metros de lozas hexagonales y se ha desgastado el asfalto de los trillos del asentamiento ilegal y del final de la calle.
El sitio donde se levantaba la casa de Helena Rodríguez es un basurero al que, a cada rato, cuando Comunales pasa demasiado tiempo sin aparecer, le prenden candela. Ahí, en particular, lo que ha desgastado el asfalto o más bien lo ha hecho desaparecer por completo ha sido una combinación de incendios esporádicos con empleo de maquinaria pesada para recoger la basura.
Hoy, en Villalobo, entre la maleza exuberante, apenas se distingue la trinchera donde se enterraron los desechos que iban saliendo en las excavaciones de los patios. Y encima de la trinchera: niños jugando fútbol, niños jugando cartas, niños jugando cualquier cosa.
La zona del desastre, compuesta por ruinas de viviendas, escombros, dos matas de mango y un basurero casi siempre rebosante, se ha convertido en la principal zona de recreación infantil de la comunidad.
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En octubre de 1994, Cuba firmó su adhesión al Convenio de Basilea sobre el control de los movimientos transfronterizos de los desechos peligrosos y su eliminación. Desde entonces, entre sus obligaciones como Parte se encuentra asegurar que tales desechos –entre los que se identifican al plomo y sus compuestos– se gestionen y eliminen de una manera ambientalmente racional.
En 1999, el Centro de Inspección y Control Ambiental (CICA) de la Oficina de Regulación Ambiental y Seguridad Nuclear, adscrita al CITMA, fue designado como Autoridad Competente y Punto de Contacto del Convenio de Basilea en el país, y en septiembre de 2009, en la Gaceta Oficial de la República apareció publicada la resolución 136/2009: Reglamento para el manejo integral de desechos peligrosos.
En el artículo 1, se declara que el objetivo del Reglamento es “establecer las disposiciones que contribuyan a asegurar el manejo integral de los desechos peligrosos en el país, mediante la prevención de su generación en las fuentes de origen y el manejo seguro de los mismos a lo largo de su ciclo de vida, con el fin de minimizar los riesgos a la salud humana y al medio ambiente”.
Y las entidades del CITMA encargadas de controlar el cumplimiento de la resolución, de acuerdo con el artículo 6, son las delegaciones territoriales, el CICA y el Centro Nacional de Seguridad Biológica. Además, CITMA queda “obligada a proceder en coordinación con el Ministerio del Interior, el Estado Mayor Nacional de la Defensa Civil, el Ministerio de Salud Pública y otros órganos y organismos competentes”.
El Reglamento abarca distintas etapas. Cubre desde la generación de los desechos peligrosos hasta su disposición final. Acerca de la disposición final, en el artículo 46, establece: “Todo sitio de disposición final debe tener acceso restringido. Solo pueden ingresar a este, personas debidamente autorizadas por el responsable de la instalación. Debe además, contar con una cerca perimetral de al menos 1,80 metros de altura que impida el libre acceso de personas ajenas a ellas y de animales”.
En el 47, especifica que, si se utiliza como método de disposición final “un relleno de seguridad” –que es lo que, hasta cierto punto, pretende ser la trinchera que se encuentra al final de la calle Villalobo–, debe cumplirse un largo listado de requisitos, entre los que resalta el siguiente: “no puede ubicarse a una distancia menor de 600 metros de toda zona residencial, o de establecimientos como hospitales, escuelas, ni a menos de 200 metros de viviendas aisladas”.
Y en el 56, relaciona los cuidados y controles especiales que, por un período de al menos diez años, deben tenerse en el plan de cierre del relleno de seguridad. Entre ellos: mantener el cierre y el control de acceso de personas ajenas al relleno de seguridad; colocar y mantener una señalización que indique que el sitio fue utilizado para la disposición de desechos peligrosos; mantener la superficie del relleno libre de especies vegetales arbóreas o de raíces profundas que puedan afectar las barreras de impermeabilización.
Sin embargo, no puede decirse que el saneamiento ambiental que se realizó en el barrio de San Miguel del Padrón afectado por el plomo incumple disposiciones de la resolución 136/2009, porque sencillamente la resolución se publicó en la Gaceta Oficial varios meses después de la conclusión del saneamiento ambiental. No puede decirse que lo que se hizo fue ilegal. Pero tampoco, que lo que era legal en lo concerniente al manejo de desechos peligrosos era correcto en términos ambientales y sanitarios.
En julio de 2016, en un informe a la Asamblea Nacional del Poder Popular, CITMA admitiría que en Cuba se enfrentan problemas “con el mal manejo de los productos químicos y los desechos peligrosos” y que ejemplos de ello son “algunos casos de afectación a la salud por plomo” –sobre los cuales no especifica nada– y “la contaminación por metales pesados en presas”.
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Yamila Fernández: El día que cumplí mis 48 años empecé a presentar un dolor en el pecho, y resultó ser que tengo una miocardiopatía dilatada isquémica, con dos soplos. De la presión yo siempre sí he padecido. Desde joven, casi desde la barriga de la segunda hija mía, que va a cumplir 19 años. El caso es que ahora me estoy atendiendo en el cardiovascular. Al principio me dieron seis meses de peritaje, pero ya después decidieron jubilarme, y aquí estoy en la casa ahora. Y yo me quedo a veces pensando y pensando, cómo eso causaba tantos problemas, y no puedo evitar asociar una cosa con la otra, porque Narcisa, Hilda y yo fuimos las tres adultas que más altos tuvimos los niveles de plomo en la sangre.
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Yudelkis Ayala junto a Nataly (Foto: Ismario Rodríguez)
Yudelkis Ayala pasó más de una semana sin barrer su casa, porque le habían dicho que irían por segunda vez a tomarle muestras de polvo, pero los días pasaban y pasaban sin que apareciera alguien a tomar las muestras, y al final, tuvo que barrer. Nunca volvió a aparecer nadie. Si supo que su hijo Raimi Morales estaba expuesto al plomo fue porque a partir de 2008 comenzaron a hacerle análisis, al igual que al resto de los niños de Villalobo, y sus resultados superaron los 15 mcg/dl.
—El niño se me orinaba mucho en la ropa –recuerda la madre–. Lo mismo despierto que dormido, que parado, que sentado. Donde estuviera, él se empezaba a orinar. Y también se hacía caca, se le salía, era como involuntario.
A Raimi también lo hospitalizaron dos semanas en el Juan Manuel Márquez, cuando tenía seis años. Yudelkis calcula que sería a finales de 2009.
—Ahí me lo estudiaron y le encontraron problemas en los huesos metacarpianos de la mano y en los huesos largos de las piernas. También me dijeron que llegaría un momento en que le podían dar convulsiones, por afectaciones que mostraba en el cerebro, pero que de no aparecer las convulsiones, empezaría con retraso escolar, cambio de conducta y esas cosas. Y eso es lo que más se le está viendo a él ahora, porque en la escuela ya no rinde. Desde que llegó a la secundaria, él no aprende nada.
Pero a diferencia de los otros niños que hospitalizaron por aquellos días, hoy Raimi continúa residiendo en el mismo sitio, en el que nunca tomaron muestras, ni echaron una gota de cemento. Su familia fue una de las que tuvo que improvisar un saneamiento con retazos de mantas impermeabilizantes y plantas ornamentales, en cada sitio donde había tierra, hasta donde alcanzaron sus recursos. Forma parte de esa otra realidad que es el asentamiento ilegal.
La madre de Raimi vino de Ciego de Ávila para La Habana en 1998, con apenas 17 años, en compañía de su primer esposo y la madre de él.
Raimi y su abuela Daysi (Foto: Mónica Baró)
La historia de Yudelkis es la historia de miles de cubanos que emigraron a la capital en busca de mejores oportunidades de vida, ocuparon un terreno –casi siempre en la periferia–, levantaron viviendas con los materiales más insólitos y se reprodujeron. Sin embargo, Yudelkis tuvo la desdicha de establecerse en un lugar donde el plomo, sigilosamente, estaba envenenando el aire, los suelos, los cultivos, los animales, las personas. Se instaló justo donde estuvo la primera de todas las fundiciones, la del tal Balán, y en donde mismo luego se arrojaba la materia prima que se traía para la de Arturo Brito, según el testimonio de Elio.
Son dos casitas rústicas, una al lado de la otra, situadas a unos diez metros de distancia de la trinchera donde se enterraron los desechos extraídos de los patios saneados. Las paredes de ambas están hechas con tablas claveteadas y el techo, con tejas de zinc, reforzadas con palos largos por el interior.
Ninguna tiene lozas pegadas al suelo con cemento sino bien acomodadas una al lado de la otra, como un rompecabezas que puede desarmarse en cualquier instante. El cemento les resulta inasequible. La de Yudelkis solo tiene lozas en la habitación donde duermen. En la sala comedor y en la cocina, lo que hay son más retazos de mantas impermeabilizantes, ya raídos y con agujeros.
En una, Daysi con su nieto Raimi. En la otra, Yudelkis con su esposo actual, Maykel García, y Nataly, una hija que tuvieron en 2013; cuando ya no se hacían estudios de dosificación de plomo en sangre a los niños del área –aunque el proceso de mudanzas no había cesado–, por lo que nadie sabe si Nataly acumula o no plomo en su organismo.
La madre piensa que es posible. Teme que sea posible. Yudelkis ya perdió un hijo. El primero que parió aquí. Roger le había llamado. Nació en abril de 2002 y, a los dos meses y medio, a finales de junio, murió.
—Él estaba bien, él estaba normal, sin fiebre ni nada, entonces yo me puse a bañarlo y cuando lo envolví en la toalla, que fui a darle el pecho, le dio una convulsión fuerte. Ahí lo llevamos para el hospital, pero ya cuando llegamos él tenía muerte cerebral.
Apenas dos días sobrevivió Roger en el hospital. Daysi, su abuela, dice que cuando le hacían extracciones de sangre debían luego taponearlo con esparadrapo porque no coagulaba bien, que tampoco mamaba ni digería, que la leche materna que le daban al rato la devolvía intacta.
—Entonces cuando él murió y le hicieron la autopsia –explica la madre–, le dio sangramiento y muerte múltiple de órganos. Él tenía todos los órganos muertos. El cerebro estaba deshecho. No pudieron analizarle nada. Y nunca se supo a causa de qué fue eso.
Las conclusiones que constan en el certificado de la necropsia son las siguientes:
Causa directa de la muerte: disfunción de centros nerviosos superiores.
Causa intermedia de la muerte: encefalomalacia, hemorragias múltiples encefálicas e intraventriculares.
Causa básica de la muerte: posible malformación vascular no precisada por el estado del encéfalo.
Certificado de la necropsia de Roger Morales (Foto: Mónica Baró)
La muerte de Roger es una incógnita. Si tuvo o no que ver con el plomo, nadie lo sabe con seguridad. No obstante, la patóloga que firmó el certificado, Cecilia Toledo, declaró a Periodismo de Barrio que ella recuerda el caso, y que, en su opinión, no debería asociarse con saturnismo, porque no encontraron indicios que sugirieran ese diagnóstico y tampoco le hicieron los análisis toxicológicos necesarios para determinarlo.
Al año, nació Raimi, y a los seis meses, también convulsionó. Yudelkis dice que los médicos explicaron el episodio como una reacción adversa a un medicamento que le habían mandado para hacerle defecar, porque hasta siete días podía pasar sin defecar, y cuando se lo suspendieron, las convulsiones pararon.
Nataly nunca ha convulsionado. Ahora tiene cinco años. Pero su madre ve que le falta apetito, no sube de peso, se irrita mucho, enferma con frecuencia, y no puede evitar preguntarse si algo de eso se debe al plomo.
Otras madres del asentamiento comparten las mismas preocupaciones, aunque en ningún hospital han solicitado ni piensan solicitar análisis de dosificación de plomo en sangre para sus hijos. No sienten que tengan derecho. Saben que son emigrantes ilegales y que, en primer lugar, no se les reconoce el derecho a vivir donde viven. Además, no todas viven ahí desde los noventa.
El descubrimiento de casos de exposición al plomo en la zona nunca detuvo el flujo de personas. No impidió que unas se fueran y otras nuevas llegaran. En los últimos años, hubo al menos dos familias que vendieron y se marcharon lejos por miedo al plomo. Las familias que compraron aseguran que no fueron advertidas de los riesgos potenciales, de lo que había pasado en los alrededores.
Y hay también cuatro familias a las cuales el Estado les otorgó viviendas, a pesar de su estatus ilegal, porque tenían niños que mostraban niveles elevados de plomo en sangre o expedientes médicos con enfermedades asociadas a la exposición al plomo. Las cuatro se localizaban en la parte alta de la cantera sobre la que se extiende el asentamiento, muy cerca de donde estuvieron las fundiciones, en la misma franja en la que se encuentran las de Yudelkis y Daysi, más otras siete u ocho, aunque Raimi y Nataly son los únicos menores que quedan ahí.
Nataly en la puerta de su casa (Foto: Ismario Rodríguez)
En dos de los cuatro casos, el otorgamiento de una propiedad legal fue, en gran medida, el resultado de varios años de batalla en distintas instituciones del país, de cartas y entrevistas con autoridades. (Aymara Linares forma parte de este grupo). Virgen Salazar, madre de jimaguas, fue más de veinte veces a defender su caso al Consejo de Estado. Pero al final los esfuerzos dieron resultado. Solo una madre, Yakelyn Cruz, declara no haber necesitado quejarse para que la mudaran. Sus hijos, Luis Ángel, Yendry y Yismel, todos de apellido Chávez, fueron los únicos, de los cuatro casos, que hospitalizaron en el Juan Manuel Márquez. Y también, los últimos que hospitalizaron en el barrio, a mediados de 2010.
Yudelkis no cree que ella vaya a correr con igual suerte. Opina que todo cuanto se iba a hacer al respecto ya ha sido hecho. Que el plomo es historia.
La última vez que intentó algo fue en 2013. Nataly acababa de nacer. Quiso averiguar qué pasaría con su familia, si la iban a mudar o le entregarían materiales para reparar su casa y solicitó una entrevista con la que era presidenta del Gobierno de San Miguel del Padrón, Ana María de la Torre.
A la cita acudió con la bebé en los brazos. Y, según relata, cuando la presidenta la recibió en su oficina, le dijo que no recordaba haberla visto antes, que su cara era nueva, y que lo único que podía hacer por ella era mandarla de vuelta a su lugar de origen. Ese día, Yudelkis Ayala perdió cualquier esperanza y se dio por vencida.
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Viviendas del asentamiento ilegal de Iris y Final (Foto: Ismario Rodríguez)
La población del asentamiento ilegal de esta historia es un dato bastante inexacto. A finales de los noventa se hizo un censo que contabilizó 93 viviendas, aunque hoy debe haber más de cien, porque en ningún momento ha dejado de crecer. Alfredo Rodríguez, delegado de la Asamblea Municipal del Poder Popular de San Miguel del Padrón por la circunscripción 33, que es donde se ubica administrativamente dicho asentamiento, estima que debe haber unas 400 o 500 personas.
Lo que sí se conoce con bastante exactitud, gracias a otro censo que se efectuó en 2015 para las elecciones municipales, es que ahí viven 398 electores. Su condición de ilegales no les impide ejercer su derecho al voto. Tampoco, organizarse. Pueden situarse al margen de la ley, no de la política.
El asentamiento se conforma por cinco CDR (Comité de Defensa de la Revolución).
El cobro de los servicios de electricidad también ha permitido instaurar algo de orden. En 2015 la Unión Eléctrica colocó relojes que miden el consumo exacto de corriente en cada vivienda, aunque desde años atrás los residentes ilegales pagaban una tarifa fija mensual de casi quince pesos cubanos.
La mayoría de la gente atesora sus facturas como si fueran títulos de propiedad. En algunas, en la parte correspondiente a la dirección, se puede leer: Asentamiento Iris Final, Reparto San Miguel.
El Estado tolera el asentamiento ilegal, al igual que tolera otros similares que brotaron en La Habana. En este nadie ha sido legalizado, pero tampoco desalojado ni deportado. Su destino deberá definirse cuando se defina una política nacional para solucionar la situación urbanística, sanitaria y legal de todos.
Para Rodríguez, “el caso plomo” y el asentamiento marcan los retos centrales de su agenda. Cuando las demandas ciudadanas no vienen de una parte, vienen de la otra. Y aunque son dos casos diferentes, su geografía común los entrecruza una y otra vez, y genera tensiones, como sucedió en mayo de 2016.
En mayo de 2016, durante el proceso de rendición de cuentas a los electores, el delegado realizó una asamblea para, entre otras cosas, informar las conclusiones de los últimos estudios ambientales que habían desarrollado especialistas del CITMA en el área, a principios de ese año. La entonces presidenta del gobierno municipal, Natalia Vivanco, sucesora de Ana María de la Torre, le había dicho, según él, lo siguiente: “Puedes comunicar a los electores tuyos que el estudio del CITMA dio negativo, que ahí no hay plomo”. Y eso fue lo mismo que Rodríguez comunicó.
Quienes aún residían –residen– en Villalobo entre Iris y Final recibieron la noticia con escepticismo. Primero, no les especificaban cuáles habían sido los resultados concretos de los estudios, solo las conclusiones. Segundo, continuaban abiertas preguntas muy elementales: ¿por qué, si después del saneamiento ambiental se eliminaron los riesgos, continuaron adelante las mudanzas? ¿Por qué, si en la actualidad ya no hay plomo, la zona permanece parcialmente congelada? ¿Por qué no repiten los análisis de dosificación de plomo en sangre? Sin embargo, algunos residentes ilegales entendieron la noticia como una luz verde para expandirse.
—Al día siguiente de la rendición de cuenta, aquí se armó un zafarrancho, que ya casi todo el mundo era dueño de estos terrenos (de los terrenos donde se habían hecho las demoliciones), por una mala interpretación de la intervención mía.
Rodríguez tuvo que buscar apoyo de la Policía Nacional Revolucionaria y de la Dirección Municipal de Planificación Física para frenar aquello. Costaba comprender cómo era posible que, en una parte de la cuadra, donde quedaban seis viviendas habitadas, no hubiera riesgos de exposición al plomo, y en la otra, donde se hallaban las que se derribaron, sí.
La distancia entre unas y otras es mínima. La más distante, la de la familia Veloz, se encuentra a unos veinte metros de las derribadas. La de Jacinto Beato, a menos de un metro. Pero, al parecer, las autoridades fueron lo suficientemente persuasivas y la gente del asentamiento terminó comprendiendo las diferencias entre ambas, porque desde entonces nadie más ha intentado ocupar los terrenos vacíos.
Y si son los niños del barrio quienes usan ese espacio inmenso para jugar es, simplemente, porque no hay nada que lo prohíba.
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Andrés Peña nunca imaginó que el plomo tuviera algo que ver con él. En su familia, integrada por cinco personas, entre las cuales está su nieta de dos años, nunca han hecho análisis de dosificación de plomo en sangre. Su vivienda, la 21717, queda a unos cien metros de donde se localizaban las fundiciones, en la esquina de Iris y Villalobo, pero en la manzana consecutiva. Ahí, supuestamente, no existía peligro.
Pero en junio de 2015 Peña quiso ceder su azotea a su cuñado para que ahí construyera su propia vivienda y acudió a la Dirección Municipal de Planificación Física de San Miguel del Padrón para solicitar el permiso pertinente. En febrero de 2016, recibió la respuesta: su solicitud había sido denegada y mandada a archivar de manera definitiva.
El motivo que consta en el documento es el siguiente: “porque el inmueble de referencia está ubicado en un área donde existe contaminación del suelo, por existir presencia de plomo por indicaciones del CITMA en estudios de vulnerabilidad y riesgo del municipio”.
Los vecinos de Peña de la calle Iris no tardarían en enterarse. De inmediato, comenzarían a preguntarse: ¿estaremos también nosotros afectados por el plomo? ¿Por qué nunca nos han hecho análisis?
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Giselle Falcón: Cuando yo tenía 22 años, salí embarazada, y lo iba a tener, el embarazo iba bien, pero un día me fui a hacer un ultrasonido genético y me dio que el niño tenía una malformación, y se me había muerto dentro. Entonces yo expliqué en el médico que yo había nacido y crecido en esta zona, y la doctora me dijo que podía haber sido el plomo, porque las embarazadas con plomo pueden abortar. Pero bueno, eso se quedó ahí. La ginecóloga me dijo que esperara dos años para volver a embarazarme. Y después ya tuve a mi niño, que ahora tiene seis años. Pero mi niño no sale de una para entrar en otra. Pasa todos los meses enfermo. Ahora mismo lo tengo con neumonía. Y con seis años lo que pesa son 18 kilos. Además, yo tengo un problema en un seno. Tengo un tumor benigno. De la nada me salió. Yo no sé si es producto de eso, porque es que casi todo el mundo aquí tiene alguna enfermedad. Tengo una vecina que perdió hasta la vista, le dio una linfangitis. Mi mamá es epiléptica. Entonces dicen que no hay plomo. Pero yo pienso que deberían hacer análisis a todos, no por casa sino por salud, porque el plomo en grandes cantidades en sangre te puede hacer tremenda cantidad de daños. Si no a los adultos, porque ya yo tengo 32 años, al menos sí a los niños, que empiezan ahora. Todo es una nebulosa constante.
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Basurero (Foto: Ismario Rodríguez)
Casi diez años demoró el proceso de mudanza de la población expuesta al plomo en la circunscripción 33 de San Miguel del Padrón. Al menos, de la mayor parte de la población: un aproximado de 90 personas. Porque la zona no quedó completamente deshabitada.
De las personas que mudaron, algunas residen hoy fuera de Cuba y otras, de La Habana. Otras murieron. Pero la mayoría continúa residiendo en las casas y apartamentos que le otorgaron, casi siempre en el mismo municipio. La presente investigación, a partir de testimonios de los implicados, logró contar el otorgamiento, por parte del Estado cubano, de 27 viviendas –no exentas de pago– en el período comprendido entre agosto de 2007 y marzo de 2016.
Periodismo de Barrio, a principios de 2017, solicitó una entrevista a la Dirección Municipal de la Vivienda de San Miguel del Padrón, con el interés de contrastar los datos recopilados y profundizar en la manera en que se dieron los acontecimientos, pero el intento fue en vano. De ahí nos remitieron para la Dirección Provincial de la Vivienda de La Habana, que, a su vez, nos remitió para la Asamblea Provincial del Poder Popular de La Habana, y en esta última instancia, en enero de 2018, Zehimy Hartman Mulén del grupo de divulgación, respondió que no podía autorizar la entrevista porque Periodismo de Barrio no contaba con acreditación oficial en el país.
Igual de herméticas quedaron, en marzo de 2018, las puertas de la Asamblea Municipal del Poder Popular de San Miguel del Padrón. Solo el delegado de la circunscripción 33 accedería a hablar con nuestro medio. Ni las especialistas de CITMA que radican en la sede de la Asamblea, ni su presidenta actual, Mayllelyn Silva, fueron autorizadas a concedernos entrevistas.
La otra persona que hubiera podido ofrecer información fidedigna y clave acerca del caso, Ana María de la Torre, quien fungió como presidenta de la Asamblea Municipal del Poder Popular de San Miguel del Padrón desde 2010 hasta finales de 2014, cuando su mandato fue revocado, no quiso compartir su versión de los hechos. Argumentó que esa etapa ya había pasado y ella no tenía nada nuevo que aportar.
La historia parece haber concluido tras las extracciones de las familias de Reina Romero y Aymara Linares, en marzo de 2016. Las frases “ahí ya no queda nadie”, “de ahí mudaron a todo el mundo”, o “esa cuadra quedó vacía”, han surgido no pocas veces en las comunicaciones establecidas para tramitar entrevistas con autoridades del municipio y la provincia.
Que la historia acabó es también lo que se le ha informado oficialmente a quienes aún quedan en el mismo sitio donde no se suponía que se quedaran. No obstante, al final de Villalobo quedan aún seis viviendas –sin incluir las del asentamiento ilegal– que acogen a 14 personas, 4 de las cuales son menores de edad.
En el número 11224 reside Levis Alex Jiménez, uno de los niños que en 2008 registró niveles elevados de plomo en sangre. Hoy tiene once años. Y en el 21716, otros tres: Yaimaris Agramonte, Kevin Agramonte y Diamelis Veloz, de 8, 6 y 4 años, respectivamente; aunque a ninguno de estos hermanos le han realizado análisis de dosificación de plomo en sangre. Yaimaris y Kevin nacieron en el asentamiento. Comenzaron a vivir en esta casa en 2014, cuando su madre, Yaimaris Rodríguez, se mudó con Yudel Veloz y los trajo con ella. Diamelis nació aquí ese mismo año.
Yaimaris con sus hijos (Foto: Jorge Ricardo)
Han dicho que no. Casi todas las personas que quedan, en algún momento, han dicho que no a alguna oferta de vivienda, o local, que les han hecho. Jacinto Beato y Pedro Janel Beato, del 11218; Yolanda Montero y Gerardo Gallart, del 11222; Alicia Azcuy y José Fraga, del 11224A; y Quirenia Quesada, la madre de Levis Alex. La razón principal y común que exponen ha sido que las viviendas o locales ofertados, en términos de espacio o calidad constructiva, presentan condiciones inferiores a sus propiedades, y han preferido quedarse en el mismo lugar antes que aceptar algo que no consideran justo.
El gobierno, por su parte, en distintas respuestas a quejas presentadas en sus instituciones, ha alegado la compleja situación habitacional existente en la provincia y ha resaltado el hecho de que, como sea, las ofertas se han hecho.
Solo Jorge Nilo Veloz y su sobrino Yudel declaran no haber recibido nunca una oferta de vivienda. De la casa donde residen, la 21716, que se encuentra hoy dividida en dos partes, años atrás mudaron a Ariel, hermano de Yudel, porque sus dos hijos habían estado hospitalizados, uno incluso bastante grave, pero Yudel y Jorge se quedaron residiendo en ella. Luego, se sumarían Yaimaris y los tres niños.
Pero tampoco para los vecinos de la calle Iris la historia ha acabado.
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Desde que a Marcia Serpa le diagnosticaron epilepsia en 2015, a los 51 años, está intentando gestionar unos análisis de dosificación de plomo en sangre. El neurólogo que la atiende en el Hospital Calixto García se los orientó en cuanto supo de la existencia de antiguas fundiciones de plomo en las cercanías del sitio donde ella había nacido y vivido toda su vida.
Marcia es la hija mayor de Elio, el antiguo trabajador de la fundición, sobrina de Jorge Nilo, madre de Giselle y Lisette Falcón, y abuela de Lázaro y Lorena, de 8 y 4 años. Casi toda la familia, excepto Elio y la hermana menor de Marcia, viven en Iris, en la manzana donde se detectaron los casos de envenenamiento por plomo.
Pero, hasta hoy, Marcia solo ha conseguido hacerse una coproporfirina en orina en el municipio de Guanabacoa, gracias a la buena voluntad de una doctora de la Dirección Municipal de Higiene y Epidemiología; una prueba preliminar que, si arrojaba valores elevados, de dos o más cruces en una escala de cuatro, debía estar seguida de otra que evaluara los niveles de concentración de plomo en sangre. A ella, la prueba le dio dos cruces. Y eso fue todo.
Marcia Serpa (Foto: Ismario Rodríguez)
Sus hijas también quisieran que analizaran a Lázaro y Lorena. Tienen dudas, al igual que otras madres de la cuadra, y saben que esa es la única manera de resolverlas. En Iris, en total, hay cuatro niños.
La OMS sostiene que la determinación de las concentraciones de plomo en la sangre es “fundamental” para “investigar casos sospechosos de intoxicación por plomo”; porque “los intoxicados a veces no tienen síntomas y porque los signos y síntomas, cuando están presentes, son relativamente inespecíficos.” El caso de Alejandro Banderas es un ejemplo claro. Sin embargo, este no es el tipo de exámenes que se realiza cotidianamente en policlínicos y hospitales.
En Cuba hay pocos laboratorios que cuentan con los equipos necesarios para realizarlos. Durante esta investigación se identificaron dos en La Habana y uno en Cienfuegos: en el Instituto Nacional de Higiene, Epidemiología y Microbiología (INHEM), en el Instituto Nacional de Salud de los Trabajadores y en el Centro de Estudios Ambientales de Cienfuegos.
La gente pensaba que en el segundo semestre de 2017 iban a mandar los análisis, tanto a quienes quedan en la misma calle Villalobo, como a quienes viven del otro lado de la manzana, en Iris, y en la franja del asentamiento ilegal más próxima a las fundiciones. Eso había anunciado la anterior presidenta del gobierno municipal, Natalia Vivanco, en una reunión especial sobre el caso, que se desarrolló en el barrio a mediados de julio de 2017.
Los resultados debían ayudar a determinar si aún existían riesgos, si la zona se podía descongelar totalmente, si ya no habría objeciones para que Andrés Peña, por ejemplo, cediera su azotea a su cuñado. Sin embargo, los anhelados análisis nunca fueron hechos.
De acuerdo con Denis Derivet, el médico de la comunidad que estuvo a cargo de hacer el levantamiento de pacientes, los análisis que se mandaron fueron complementarios: hemoglobina, triglicéridos, colesterol, glicemia. No de dosificación de plomo en sangre. Y, en casos puntuales, se indicaron radiografías.
A Raimi y a Nataly les hicieron radiografías de los huesos largos, aunque Yudelkis cuenta que las placas solo las vio una pediatra, que no dijo nada acerca de evidencias de acumulación de plomo, sino que recomendó que las evaluara un radiólogo o un ortopédico. Yudelkis las tiene aún guardadas en su casa. Dice que no las ha visto ningún otro especialista, que no se las han solicitado, aunque tampoco ella ha intentado localizar a alguien que las pueda evaluar.
El doctor Osvaldo Cruz, director de la Dirección Municipal de Salud de San Miguel del Padrón, informa que este último estudio incluyó unos 28 casos, y que, en efecto, a nadie le realizaron análisis de dosificación de plomo en sangre; porque en nadie encontraron elementos clínicos ni de laboratorios que sugirieran envenenamiento por plomo.
Antes de que finalizara 2017, hubo otra reunión en la comunidad. En ella, Natalia Vivanco dio por terminada la historia. Los pacientes examinados tenían bien la hemoglobina, la glicemia, los triglicéridos, el colesterol… Y eso debía entenderse como que no había razones para preocuparse por el plomo. A Peña, por su parte, le dijeron en la última reunión que “unos técnicos de Planificación Física” irían a visitar su vivienda para destrabar su situación.
El doctor Cruz, quien también participó, dice que, por supuesto, ellos contaban con más elementos. Se refiere, en específico, a un estudio que se encuentra en un expediente del caso, que guarda el Centro Provincial de Higiene, Epidemiología y Microbiología de La Habana (CPHEM), y que explica, según el funcionario, quien tuvo la oportunidad de revisarlo, que en la zona “se había adoptado un grupo de medidas y había un margen de seguridad”.
No recuerda bien la fecha del estudio. Pudo ser de 2014 o 2015. En cualquier caso, debió ser posterior al saneamiento ambiental. Dice que, incluso después de la inspección sanitaria que hizo el CPHEM a finales de 2012, “compañeros del CITMA y del INHEM hicieron estudios que dieron que no había contaminación en el aire, en el suelo, en el agua; que ahí no había contaminación ambiental”.
Niños de los alrededores juegan en las ruinas de las viviendas demolidas (Foto: Ismario Rodríguez)
—Entonces, ¿se puede afirmar que hoy es seguro residir en esa zona, para las mujeres embarazadas, para los niños, que no hay riesgos para la salud de exposición al plomo?
—A ver, los límites están claros. En el área donde está viviendo la gente hoy, no donde sucedió el problema, que es de ahí a unos 50, 60, 100 metros más allá. Le digo lo que dice el expediente de esa área.
Periodismo de Barrio, a mediados de 2017, solicitó una entrevista a la doctora Susana Suárez, directora de salud ambiental del INHEM, con el propósito de conocer cuáles habían sido los resultados de los estudios epidemiológicos que habían emprendido en Villalobo años atrás e indagar en las políticas y protocolos que se siguen en el país en casos de exposición ambiental al plomo. Pero, incontables llamadas después, en marzo de 2018, la doctora Suárez nos pidió que dialogáramos directamente con la doctora Georgina Pérez, la especialista en comunicación del Ministerio de Salud Pública (MINSAP), que es quien tramita la autorización de cualquier entrevista con representantes de la institución, y con ella empezamos otra vez los trámites. Desde entonces, esperamos por una respuesta.
Se supone que en la manzana donde se encontraban las fundiciones de plomo, y en las proximidades, como en la casa de Peña, ya se pueden emprender acciones constructivas. Natalia Vivanco, la entonces presidenta del gobierno municipal, dio a entender que es seguro vivir en el sitio exacto donde cada familia vive. No mudarán a nadie más. No harán los únicos análisis que detectan el plomo. No repetirán mediciones ambientales. No volverán a abrir el caso. Tampoco revelarán los resultados de ninguno de los estudios realizados en la zona. A la gente le queda creer en la palabra de los representantes de sus intereses.
El único problema es que, en ocasiones, las instituciones estatales asumen posiciones contradictorias.
Isis de la Paz, jefa del departamento de proyectos urbanos de la Dirección Municipal de Planificación Física de San Miguel del Padrón, declara no haber estado al tanto de esas reuniones que se hicieron en el barrio, y explica que la última información que ella recibió del CITMA sobre el caso, a comienzos de 2016, fue que la zona se continuaba estudiando y le recomendaron no autorizar construcciones que incrementaran la cantidad de viviendas, porque en caso de tener que reubicar de nuevo, serían más familias. Para Planificación Física sigue siendo una zona de “vulnerabilidad y riesgo”.
Peña, en junio de 2018, todavía espera por la visita de los técnicos y por la autorización para ceder su azotea.
—Aquí, constancia, por escrito, de que esta zona no está contaminada por el plomo, no la hay –dice José Fraga–. Constancia, por escrito, de que está descongelada, tampoco.
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Ya nadie ve los pollos marchar al final de la calle Villalobo.
Jorge Nilo cría algunos en su patio, pavimentado durante el saneamiento ambiental. Ahí su madre, cuando él era un niño, amontonaba rejillas a las cuales les extraía el plomo para vendérselo a Arturo Brito y ganar algunos centavos.
Pero por dondequiera aparecen unas piedras negruzcas, brillantes, a veces tornasoladas, que la gente identifica como residuos de las fundiciones. Hay quien dice que es escoria.
Algunas son muy pulidas, con extremos casi cortantes. Otras, ásperas, porosas. Casi todas muestran marcas de burbujas. Y lo mismo pueden tener las dimensiones de una uña, que las del puño. Son inconfundibles.
Raimi sabe dónde encontrar de las grandes. Le bastan diez minutos para ir a desenterrar una y regresar a exhibirla, con orgullo, como si se tratara de algo muy especial.
Raimi muestra una de las piedras comunes en la zona (Foto: Ismario Rodríguez)
En cierta medida, expuestas al sol, muchas de las piedras resultan fascinantes. Sus colores, sus azules.
Raúl Guerra, un vecino del asentamiento ilegal, cuenta que cuando excavó en su terreno para levantar su casa de bloques, del suelo llegó a sacar más de treinta carretillas de esas piedras, que iba arrojando en donde se halla el vertedero. Raúl reside junto a su esposa a escasos metros de donde residían las familias del asentamiento que mudaron.
Con seguridad, nadie sabe qué son esas piedras, si son piedras, porque nadie sabe con seguridad casi nada con respecto al plomo en esta zona. La gente sospecha, especula, siente miedo.
Cuando a alguien, sobre todo a un niño, le surge una enfermedad, sus padres tienden a pensar en el plomo. Si alguien que vivió aquí muere, sea por insuficiencia renal, cáncer o cualquier otra causa, también.
Durante demasiado tiempo el plomo estuvo envenenando a la población de manera lenta y sutil, sin que nadie se percatara, y eso, que pueda ser tan imperceptible, es una de las cosas que más asusta.
Esta investigación fue desarrollada entre agosto de 2016 y mayo de 2018.
Edición: Tomás Ernesto Pérez y Gilberto Padilla Cárdenas. Fotografía: Ismario Rodríguez Pérez, Jorge Ricardo Ramírez y Mónica Baró. Fact-checking: Elaine Díaz Rodríguez, Geisy Guia Delis y Julio Batista Rodríguez.
*Una versión previa de este texto traducía PPM como partículas por millón. La expresión correcta es “partes por millón”. Corregido el 23 de octubre de 2019.