Muay Thai: chicas argentinas que pegan duro en una disciplina peligrosa
Son mujeres que pueden disparar una tormenta de patadas y puñetazos. Y sonreír satisfechas. Jóvenes, bellas, carismáticas, pasan la vida dentro de un gimnasio. Entrenando duro para ser las mejores. Sin patrocinadores. Sin cámaras de televisión. Con el sueño de hacer historia en un deporte poco conocido en Argentina: el muay thai.
En el siglo XIII, el reino de Siam –actualmente Tailandia– estaba en guerra con Birmania y Camboya. Sin pólvora, el Ejército peleaba con lanzas y espadas. Para vencer, las tropas desarrollaron un estilo único de combate cuerpo a cuerpo, utilizando patadas, golpes de puño, rodillas, codos y derribos. Así, inventaron el muay thai.
Con el tiempo, la práctica se convirtió en el deporte nacional de Tailandia. Los mejores campos de entrenamiento están ubicados allí. Deportistas de todo el mundo viajan para medirse con atletas que luchan desde pequeños y tienen más de 100 combates. Hay transmisiones televisivas en vivo, grandes audiencias, un show que combina entretenimiento, tradición y mucha sangre.
En la Argentina, ya hay unas 16 mil personas que practican muay thai, aunque sólo 790 se animan a competir. Noventa son mujeres.
Mariana Clausi tiene 36 años y en marzo cumplió el sueño de su vida. Pasó un mes entrenando en el campamento Sinbi de Phuket, uno de los más respetados de Tailandia. Para pagar el boleto aéreo y la estadía, ahorró durante más de un año. “De lunes a sábados, corríamos 5 kilómetros a la mañana y otros tantos a la tarde. Además, entrenábamos la técnica dos horas a la mañana y dos a la tarde”, cuenta.
Tanto esfuerzo valió la pena. En el primer round de su segunda pelea, ganó el título del Galaxy Boxing Stadium. Cuando los periodistas de los diarios tailandeses la entrevistaron, posó sonriente con el cinturón de campeona. “Extrañé un montón a mi familia. Belcha, mi perro, que es viejito, se deprimió de tanta ausencia. Tenía que mandarle mensajes de audio. Pero el esfuerzo dio resultado”, recuerda.
Mariana vive en Merlo, al oeste de la provincia de Buenos Aires, y es profesora de Educación Física. Además trabaja como preceptora en escuelas primarias y secundarias. Tiene sonrisa de maestra, gestos amables. Le dicen La Domadora. Y no por el modo de tratar a los alumnos sino porque fue la primera argentina en pelear en muay kaad chuek, variante del muay thai. La diferencia es mínima pero contundente: en lugar de guantes, las peleadoras vendan sus manos con sogas. Como en las películas de Jean Claude Van Dame. La Domadora es campeona argentina de muay thai de la asociación I.S.K.A, y sudamericana de la asociación C.S.M.T, en la categoría de 48 kilos.
Si ser docente en la provincia de Buenos Aires es complejo, entrenar profesionalmente un deporte amateur, hace que la misión se transforme en una quimera. Sin embargo, La Domadora no conoce las excusas: “Trato de arreglarme como puedo para entrenar. Trabajo cuatro horas y media en el colegio. Pero en la docencia, la tarea sigue en el hogar. Como docente, amo enseñar y ayudar. Pelear es mi vida. Disfruto de cada entrenamiento, de cada pelea”.
A las mujeres que eligen este deporte, muchas veces, les toca cambiarse en los mismos vestuarios que sus colegas varones. Así aprenden a mirar hacia el costado cuando un peleador se quita el pantalón, o se prepara para subir al ring y el ambiente se llena de testosterona. En ese rincón del mundo, Mariana no perdió el espacio de su feminidad. Aunque reconoce que, por ser mujer, le cuesta conseguir patrocinadores o ser elegida para las peleas de fondo en los eventos más importantes del país.
“No somos protagonistas estelares, no vendemos”, dice. Pero no sólo a ellas les cuesta. Sus familias también sufren el sacrificio. María, la madre de La Domadora, tiene 64 años y no quería saber nada con que su hija se fajase con otras chicas sobre el cuadrilátero: “Me negaba. Discutíamos. Pero el deseo de ella fue más fuerte. Como mamá me duele. Me muero de angustia cuando vuelve con heridas. Sufro, pero es su vida”.
María jamás fue a ver pelear a su hija. Siente miedo, prefiere quedarse en casa y rezar. Hasta que llega el mensajito de texto de Mariana, que confirma que todo salió bien. “Creí que se iba a dedicar más a la educación. Pero estoy orgullosa porque lo que hace, acá no se conoce. Y nadie cuenta su sacrificio”, dice.
Antes de cada pelea, para ahuyentar los malos espíritus, Mariana “cierra” el ring. El ritual comienza en su esquina; camina hacia su lado derecho con la mano izquierda en alto; con la otra, toca las sogas. En cada rincón, golpea tres veces para cerrar las puertas del cielo.
“Cierro el ring y quedamos frente a frente con mi adversaria –explica–. Ningún espíritu malo puede entrar. Entonces, las cosas las arreglamos entre nosotras y nadie más.”
Yanet vive en Parque Chacabuco. Maestrojuan es su apellido. No usa apodo. “Todos flashean con mi apellido –cuenta–. Creen que mi maestro se llama Juan.” Esta joven de 26 años entrena seis días a la semana en Hermética, una escuela de muay thai que cuenta con tres sedes en la ciudad de Buenos Aires.
“Me levanto a las 8 para hacer el primer turno de entrenamiento. Termino y doy clases personalizadas. Vuelvo a casa, almuerzo y regreso a entrenar el segundo turno. Después sigo dando clases en un gimnasio”, dice.
Yanet debutó a los 21. Empezó por curiosidad, para saber lo que se sentía arriba de un ring, pateando y tirando manos. Ahora, es campeona argentina de muay thai de la WKC en dos categorías: 54 y 57 kilos. “Desde la primera pelea noté que esto era para mí. Me encantó y decidí seguir sumando experiencia cada vez que podía y había una oportunidad para pelear”, afirma.
Tiene cara de modelo publicitaria. La dentadura intacta. El tabique nasal sin rasguños. En una disciplina donde se utilizan los codos y las rodillas para golpear al rival, sólo la cortaron una vez. Muchos, al preguntar a qué se dedica, se sorprenden.
but i've looked them up now and have learned how to dry apple slices and orange peels. n we're going shopping so i can get stuff soon
— bryn 'king meowdas' catseed Sun Dec 04 22:53:17 +0000 2016
“La gente no conoce el muay thai. Se hace difícil la rutina. No tengo ningún sponsor y eso que fui la pelea estelar de varios torneos. Hay ámbitos en los que la mujer es más vulnerable y por eso es necesario llevar un espíritu de guerrera”, asegura.
Yanet, que abandonó la carrera de Abogacía en tercer año para dedicarse tiempo completo a este deporte, cuenta con el apoyo de su familia. La fan número uno es Giselle, su hermana.
“Sigo al Indio Solari a todos lados y ver a mi hermana me provoca la misma sensación de la previa de un recital –cuenta Giselle–. Estoy orgullosa que se dedique a lo que ama. Cuando le tocó combatir en Perú no pude viajar. Pero cuando fue a Brasil, no dudé en seguirla. Cada vez que pelea, parecemos una hinchada de fútbol.”
Antes de cada evento, Giselle tiene dos rituales. El primero es pedirle a la abuela Carola que proteja a Yanet desde el cielo. El segundo es colgar una bandera con la frase del Che Guevara: “Sueña y serás libre en espíritu; lucha y serás libre en vida”. La bandera tiene el escudo de Hermética, la escuela de muay y thai, y el logo del disco Oktubre. Las hermanas Maestrojuan son tan fanáticas del arte marcial tailandés como de Los Redonditos de Ricota.
Andrea Salazar tiene 37 años. De lunes a viernes, trabaja de 8 a 15 en una oficina de Banfield. Luego, regresa a Palermo, se quita la ropa de administrativa y sale a correr. Más tarde, va al gimnasio, levanta pesas y trabaja la potencia. Resuelta la rutina, vuelve a su casa y cambia de bolso para ir a entrenar al dojo. Termina la jornada a medianoche. Cansada pero satisfecha.
El esfuerzo la llevó a conocer Tailandia, México, Paraguay, Uruguay, Chile. A las piñas. En el WGP 43, uno de los eventos de kick boxing más importantes del mundo, que se celebró en diciembre pasado en el polideportivo Roberto Pando, de San Lorenzo, venció a Nina Lloch, la campeona brasileña. Fue en el primer round y con una patada al hígado. Ahora debe viajar a Brasil para la revancha.
La Pochito, como la conocen en el ambiente, está toda tatuada. El último diseño fue la Virgen de Guadalupe, promesa que cumplió luego de derrotar a Lloch. Tiene abdominales de acero, los brazos fibrosos y patea fuerte. En 2008, ganó el título panamericano en Chile. En 2009, el sudamericano en Paraguay. Fue la primera argentina en disputar la copa del mundo Wako en 2010. Cayó en semifinales contra la representante de Portugal.
En 2014, peleó en el cumpleaños del Rey de Tailandia, en la MBK Figth Nigth. En 2017, ganó el título intercontinental WKC en México. Pero a sus compañeros de oficina aún les cuesta entender su pasión por el muay thai. “Me dicen que estoy loca. Que cómo me puede gustar que me peguen. Pero a mí no me gusta que me peguen. Es un juego y quiero ganarlo. Si no me tocan, mejor. No me gusta cagarme a piñas, me gusta trabajar las debilidades del otro, ser más fuerte”, cuenta.
Desde pequeña, en su familia le inculcaron el deporte. Hasta los 14 años fue velocista. Después, se dedicó al levantamiento de pesas. Hoy no se imagina la vida sin las artes marciales. No es una improvisada. Estudió preparación física, musculación. Se involucró física y mentalmente. No se toma vacaciones para tener días disponibles cuando le toca viajar a pelear. Duerme cuatro horas para que el día le rinda. Cuando se aproxima una pelea, es capaz de ir a la oficina deshidratada para dar el peso.
Ocurre que las peleadoras, igual que sus colegas varones, tienen dos problemas antes de un combate: la ansiedad que provoca falta de sueño y el peso. Andrea pelea en la categoría hasta 60 kilos. Para cada contienda, baja entre 8 y 12 kilos. Esa es su verdadera batalla: “Obvio que tengo mal humor antes de una pelea. También cansancio. Pero es un goce de principio a fin. Disfruto cada momento. Todo lo que hago sale de mi bolsillo. No tengo patrocinio”.
Andrea dice que la frustraría no poder hacer lo que ama. Tener apoyo económico sería ideal, pero no le quita el sueño porque a ella nadie le regaló nada. Su familia nunca juzgó el deporte que eligió. Aunque ni Mirta, su madre, ni sus tres hermanas y tres hermanos vayan a verla. Tampoco su padre ni sus abuelos. No importa. Andrea sabe que la apoyan. El amor está en los pequeños detalles. Como en el menú especial que le preparan cuando hay una fiesta de cumpleaños para que no rompa la dieta.
“Mamá, después de que yo haya dado el peso, viene y me cocina. Ayuda a que me hidrate. Mi familia siempre me apoyó. Aunque no vayan a verme, sé que están conmigo”, dice.
Cuando era pequeña, Mirta quería que su hija fuese “chetita”. Le encantaba hacerle trenzas, vestirla para que se destaque por su belleza. Pero La Pochito siempre tuvo espíritu de guerrera. “Quería hacer conchetita a una chica que era una líder natural”, explica.
Cuando nace un hijo o una hija, dicen, se descubren los verdaderos temores de la vida. Mirta lo siente antes y durante las peleas de Andrea. Sabe que La Negra, como la llama en la intimidad materna, es profesional. Pero hay cosas que no pueden manejarse. “Todo lo que consiguió fue a base de sacrificio. La admiro y me llena de orgullo. Antes de que pelee, le mando mensajitos –admite–. Me matan los silencios. Porque cada vez le ponen rivales más difíciles.”
Todavía no sabe si es la edad o qué. Pero siente vértigo. Como si estuviese en la cima de un rascacielos. Dice que su estómago se llena de mariposas que aletean sin control. Que alguien enjabona el piso y la calle se inclina. Hasta que recibe la confirmación de que Andrea, La Negra, La Pochito, está bien. Después de tanto sacrificio, de bajar de peso, de recibir mil golpes, la consuela siempre la misma frase.
“Gané mami, estoy bien.”
Y recién entonces Mirta respira aliviada.
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