La lucha de Yulia Naválnaya (esposa de Alexéi Navalni) por salvar la vida del único líder que le queda a la oposición rusa
Mientras el avión se disponía a aterrizar, Naválnaya pensó que no, que justo aquel debía de ser el peor momento de todos. ¿Qué noticias le aguardaban cuando encendiera el móvil? Enseguida halló una solución: le pediría a Zhdánov que leyera los mensajes de texto que le habían llegado, y así podría saber, al ver los gestos del hombre, hasta qué punto era mala la situación. “Quería serenarme y estar bien cuando llegase al aeropuerto”, explicó la mujer.
Naválnaya se enteró de que su marido no había muerto, pero aún no había llegado lo más difícil. En el hospital de Omsk, Naválnaya se encontró con un muro de médicos que parecían tener más miedo a sus superiores civiles que al fallecimiento de su paciente. Los doctores contaban con los refuerzos (o con la contención) de un pequeño batallón de agentes federales de seguridad que iban de paisano, todos ellos entregados a la tarea de impedir que Yulia viese a su marido. Para entrar en la habitación de este, le dijeron que debía presentar un certificado de matrimonio y obtener el permiso verbal de Navalni, que seguía inconsciente y en cuidados intensivos. Ella los fulminó con la mirada, desmontó sus argumentos y logró imponer su voluntad, todo ello mientras un creciente enjambre de periodistas le acercaban cámaras, micrófonos y smartphones. Al fin, Naválnaya consiguió atravesar la barrera y ver a su marido, de cuyo cuerpo salía un sinfín de cables y tubos, y que se retorcía por las convulsiones casi continuas que padecía. (La esposa no se enteraría hasta días después de que esto se debía al efecto de un agente nervioso de uso militar, de la familia del Novichok). Se vio obligada a pelear con los médicos y los administradores del centro para ver los análisis realizados a su marido en el laboratorio, a dar improvisadas ruedas de prensa en los escalones del hospital, deambular a escondidas por la ciudad para encontrar a los doctores alemanes que habían llegado con un avión privado medicalizado y a quienes las autoridades le habían prohibido ver. Tuvo que exigir, repetidas veces, que el hospital de Omsk dejara salir a su marido para que lo llevaran al avión que lo transportaría a Berlín: la única manera, como todo el mundo sabía, de poder salvar su vida. Y ella jamás volvería a perder el control de sus emociones.
Durante dos días Rusia y el mundo contuvieron el aliento mientras veían si Navalni, la única alternativa medio plausible a Putin, vivía o moría. Pero a quien sí vieron fue a Naválnaya. De pronto, esta atractiva rubia con cazadora de cuero negro, que siempre había aparecido en silencio al lado de su marido, estaba sola frente a los ojos del mundo, luchando contra toda la maquinaria represiva del Estado ruso para arrancar a su esposo de las garras de la muerte. La gente se quedó atónita ante lo que vio. “Rusia sigue siendo un país sexista”, asegura el economista Serguéi Guriev, amigo y antiguo consejero de Navalni. “La gente cree que una mujer no es una persona independiente, sobre todo si no trabaja. Por eso, no entendían que Yulia sí lo es. Pero entonces lo comprendieron. Vieron cómo Yulia se enfrentaba a la maquinaria y ganaba. Creo que a muchos eso les abrió los ojos”.